Image: Fábula mágica para desheredados

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Cine

Fábula mágica para desheredados

2 noviembre, 2018 01:00

Adriano Tardiolo en un momento de Lazzaro Feliz

Pocas veces encontramos una película como Lazzaro feliz, de Alice Rohrwacher, que asombra por su rigor y su audacia, por su ingenuidad y su madurez. Premiada en Cannes y en Sitges, su estética está enraizada en el neorrealismo italiano.

El tercer filme de la italiana Alice Rohrwacher (Fiesole, 1981) nos confirma al menos dos cosas: el talento arrollador de la cineasta más relevante que ha surgido en esta década, y la certidumbre de que una película puede ser un sueño, casi una imposibilidad. Lazzaro Feliz permanece en la memoria como un aroma que no se extingue, y que otras imágenes y atmósferas nos transportan a él para revivirlo y habitarlo de nuevo.

Su presentación en la pasada edición de Cannes se saldó con el premio al Mejor Guion, si bien un amplio sector de la crítica no hubiera considerado un paso en falso por parte del jurado haberle otorgado la Palma de Oro. Pocas veces una película encuentra la tensión justa entre la madurez y la ingenuidad, el rigor y la audacia con las que la directora italiana abraza el cine y su carácter mágico, pero Hirokazu Kore-eda se cruzó en el camino con un filme también magnífico, Un asunto de familia, que sin embargo queda lejos de la singularidad y el asombro que genera el sorprendente largometraje de Rohrwacher.

La figura central de Lazzaro feliz (que se estrena el 9 de noviembre) ejerce su magnetismo sobre el resto del relato, envolviéndolo en su candidez y fantasía. Lazzaro (interpretado por el actor no profesional Adriano Tardiolo) es un joven retraído y servil, de una inocencia imposible, prácticamente como un sosias del Mr. Chance de Peter Sellers, que junto a medio centenar de campesinos trabajan las tierras de la aislada aldea Inviolata, propiedad de una tal Marquesa de Luna.

Bajo el yugo medieval, sometidos a unas condiciones que no contemplan salario ni libertad alguna, los aldeanos han asumido desde su abismal ignorancia que así funciona el mundo, pues ni siquiera los niños de la aldea tienen derecho a la escolarización. Un acontecimiento extraordinario, que rasga el filme en dos partes, les arrojará a la supervivencia extrema en la indigencia de la ciudad, en espacios donde solo fermenta la miseria, mientras Lazzaro acaba emergiendo sin apenas conciencia de ello como figura santoral de los parias y oprimidos. Si la primera parte del filme retrata el universo rural ancestral la segunda retrata el exilio forzado al entorno urbano del presente, ambos sometidos a sus formas de esclavitud.

Maestros de alcurnia

Como en sus dos anteriores filmes, el inédito en salas españolas Corpo celeste (2011) y El país de las maravillas (2014), que también compitió en Cannes, las tensiones y contagios entre la vida rural arcaica y la sociedad moderna urbana recorren esta fábula de los desheredados. La joven directora de la Toscana, que debutó a los 29 años, demuestra una vez más su habilidad para combinar, con tanto encanto como convicción, una suerte de estética firmemente enraizada en la tradición del neorrealismo con elementos propios del fabulismo italiano. Hay una frescura y también una idiosincrasia propias en su modo de seguir los pasos de cineastas como Ermanno Olmi (El árbol de los zuecos) o, en menor medida, los hermanos Tavianni (Padre Padrone), si bien son maestros de mayor alcurnia los que convocan una y otra vez sus imágenes.

En Milagro en Milán (1951), Vittorio de Sica concedió al entorno lumpen y proletario la posibilidad de redención mediante la intervención del milagro y la fantasía, en una suerte de neorrealismo mágico que apenas desde entonces alguien ha logrado replicar sin caer en maniqueísmos y frustraciones artísticas. Lazzaro feliz bien podría ser la primera película italiana que captura aquel espíritu de De Sica para instalarlo, con todas sus diferencias y adecuaciones históricas, en un siglo XXI con déficit de humanismo y excedentes de desvergüenza social. La bondad genuina se cuela en sus imágenes con una honestidad y lirismo que parece solo al alcance de una mirada única, lúcida, alimentada por una cinefilia que sabe el terreno en el que se adentra, y donde los olvidados y mendigos de Luis Buñuel y Federico Fellini, así como el compromiso con los desclasados de Pier Paolo Pasolini (pensamos sobre todo en Pajaritos y pajarracos), juegan un papel esencial.

Diríamos que el resultado de esta sorprendente fábula social es mágico, pues resulta ciertamente milagroso poder generar en el espectador un sentimiento de fe tan luminoso en un entorno de indigencia, en el que las estafas de la aristocracia y la banca se traducen en un nuevo esclavismo, sin pasar por alto la naturaleza depredadora de la condición humana. La estructura sesgada de Lazzaro Feliz funciona como un juego de espejos surcado por la fantasía para que de su desconcertante relato acabe emergiendo una parábola bíblica alimentada por el mito de San Francisco y el lobo, perfectamente capaz de radiografiar con humanismo y precisión poética las tragedias sociales y prácticas económicas del capitalismo salvaje.

Está Lazzaro feliz tocada por tanto por la gracia de una cineasta eminentemente libre y sin complejos, respetuosa con la tradición de la que proviene, que no se somete a fórmulas preconcebidas y se atreve a caminar sobre el alambre de lo verosímil y lo metafórico sin miedo al abismo. El español Sergi López tiene un gran papel, aportando junto al resto del reparto coral (gran parte de él formado por actores no profesionales) una clase de verdad que introduce notas neorrealistas. Una secuencia en la que la familia de indigentes es expulsada de una iglesia, y donde Lazzaro "roba" la música del órgano para llevársela consigo al exterior, dan la medida de la sensibilidad de un filme en el que el sentimiento religioso es más un pretexto mágico que una convicción dramática. Rohrwacher ha entregado algo parecido a la crónica espiritual definitiva de los olvidados del siglo XXI.