Con el antecedente de obras como La sonrisa de mi madre (2002) –sobre un pintor ateo enfrentado a la canonización de su madre– o Sangre de mi sangre (2015) –sobre una monja acusada de brujería–, Marco Bellocchio se antojaba el cineasta idóneo para llevar a la pantalla la odisea de Edgardo Mortara, el hijo pequeño de una familia judía que, a mediados del siglo XIX, fue secuestrado por el Papa Pío IX al saberse que había sido bautizado en secreto. Este espantoso hecho histórico, del que da cuenta El rapto, le sirve a Bellocchio para afilar su espíritu anticlerical y denunciar la intransigencia de la institución católica.

Cabe señalar que, allá por 2016, Steven Spielberg mostró interés por adaptar el libro Il caso Mortara, de Daniele Scalise; sin embargo, la renuncia del cineasta de Hollywood a desarrollar el proyecto permitió a Bellocchio llevar la historia a su terreno, es decir, a la frontera entre el drama exaltado y la fábula de tintes alegóricos.

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Hay pocos directores del panorama actual que puedan igualar a Bellocchio cuando se trata de orquestar grandes derroches de energía audiovisual. Un talento que fulgura en varios pasajes extáticos de El rapto, como cuando las notas del Cantus in Memoriam Benjamin Britten de Arvo Pärt acompasan una escena en la que el pequeño Edgardo, apartado de su familia y convertido en el favorito del Papa, se encarama al altar de una iglesia para liberar a Jesucristo de la crucifixión.

En el audaz y modernista imaginario de Bellocchio, la crónica factual se confunde con los estallidos oníricos para articular un doble discurso de índole íntima y colectiva. En términos históricos, El rapto ilustra las tensiones que marcaron la secularización y Unificación italiana del siglo XIX, mientras que en el ámbito privado la película denuncia las heridas psicológicas provocadas por la violenta imposición de un sistema de creencias.