Al director Salvador Calvo (Madrid, 1970) le gusta contar historias que suceden en lugares lejanos protagonizadas por personajes locales en tierra extraña. Debutó con 1898: Los últimos de Filipinas (2016) en la que contaba la agonía del último destacamento militar español en Asia, cuando las islas habían dejado de pertenecer a nuestro país pero aún no se habían enterado, creando una situación surrealista y trágica.
En Adú (2020) trataba sobre el drama migratorio y las secuelas de la colonización desde varios puntos de vista: el de unos guardias civiles en Melilla con mala conciencia, un niño africano emigrante y un terrateniente español con posesiones en Africa.
Del continente negro al Tíbet, uno de los lugares más hermosos y mitificados del mundo como refugio espiritual para occidentales en busca de sentido vital. Hace muy poco, Lois Patiño nos invitaba en Samsara a ahondar en la belleza de la religión budista, mientras que Valle de sombras se fija en su lado oscuro. Como nos explica Calvo, en la Biblia ese “valle de sombra” se refiere a la propia muerte.
[Salvador Calvo: "Si contamos las historias más duras, nadie va a ver la película"]
La película cuenta la caída a los infiernos de Quique (Miguel Herrán), un español de turismo en el Tíbet con su novia, Clara (Susana Abaitua), y el hijo pequeño de esta. Lo que parece el paraíso, con su hachís, sus santones y paisajes espectaculares, de repente se convierte en una pesadilla cuando son asaltados en medio de la noche mientras acampan en los montes con el resultado de la muerte de esta y el niño.
Perdido en un lugar remoto e inaccesible buena parte del año, el protagonista deberá convivir unos meses con los tibetanos en un proceso de sanación en el que vemos ese lado más oscuro de esa zona del mundo, pero también asoma, claro, la sabiduría milenaria budista.
Pregunta. La idea del Shangri-La, un lugar mítico y perfecto en el Tíbet creado por una novela del inglés James Hilton, aún permea nuestra visión de esa cultura tibetana como un lugar celestial. ¿Quería encontrar el lado oscuro del mito?
Respuesta. Conozco ese sitio y huyo de la mitificación de ese lugar. Es un lugar como cualquier otro, es durísimo y curte mucho. Los tibetanos son como son porque las circunstancias son crueles y jodidas. Ha salido de una manera natural huir del tópico de que Shangri-La es el paraíso. Actúa como una jaula de oro para el protagonista. Debería traerle paz y es lo contrario.
»Después del asesinato, es un personaje atormentado, devorado por la culpa. Una parte del sentimiento de culpa es que primero se la echas a los demás, quiere buscar a los bandidos, que le dejen salir de allí... Al principio los culpables son los del pueblo, luego es la montaña, el chaval que le engaña…
P. El sentido de culpa mortifica al protagonista. ¿Lo más difícil siempre es perdonarse a uno mismo?
R. Es un personaje que se siente culpable por instigar a su novia a seguir ese camino, haberla obligado a pasar la noche al raso y desoír las señales que iba encontrando y le decían: “Ten cuidado”. Después se hace el muerto durante el ataque y no los defiende. Eso es algo incontrolable, lo otro no.
»Cuando se reconoce a sí mismo lo que pasó, empieza de alguna manera una especie de sanación, que no es lo mismo que el olvido porque algo así te va a acompañar el resto de tu vida. Quique debe aprender a llevar esa mochila consigo y saber reconocerse. Eso era lo que de alguna manera queríamos contar en la película. Ese proceso de al final perdonarte a ti mismo y poder convivir el resto de tu vida con eso. El sitio más antagónico era este, un lugar en el que en principio vas a encontrar la paz.
P. ¿Nadie escapa a la sensación de haberse fallado, de no haber estado a la altura en alguna ocasión?
R. Le contaba a los actores, para que lo entendieran, que un año antes de la película hice el París-Dakar con un equipo de Antena 3 y el primer coche de la caravana se estrelló en la frontera entre Senegal y Mauritania. El coche iba con las ruedas deshinchadas y dio tres vueltas de la campana. Yo iba en el coche de atrás, nos bajamos y la reacción de todos fue diferente. Mi ayudante llorando, la persona de sonido lo primero que hizo fue llamar vía satélite para pedir ayuda...
»Yo me acerqué para ver si estaban muertos y a la chica de producción que tenia la cabeza abierta le cerré la tapa de los sesos. No sabes cómo vas a reaccionar cuando sucede algo tan fuerte. Una vez mi hija de seis años se cayó de la cama, se hizo un chichón que yo pensaba que se había reventado la cabeza y me eché a llorar y no fui capaz de moverme. Fue mi pareja el que me espabiló y la llevamos al hospital corriendo. Es un punto de partida fantástico ese lugar en el que sucede algo brutal y no sabes cómo vas a reaccionar: el cuerpo no se mueve y no eres capaz de hacer nada.
»En este caso era importante que el niño no fuera hijo suyo porque creo que si eres padre, ya es diferente. Vi en un safari, en Serengueti, siete leonas comiéndose a una cría de búfalo. Delante, la manada. Salía una y se enfrentó a las siete leonas, era la madre, y la mataron. Como padre estás programado para cuidar. Eso está bien contado en el personaje de Susana Abaitua: cuando los ladrones sacan al niño, le da igual, ella va detrás. Sin embargo, Quique se queda paralizado. Ahí actúa el instinto de supervivencia.
"Miguel Herrán tiene una imagen de chulillo de barrio pero es cariñoso, bueno, con buen corazón"
P. ¿Cómo fue un trabajo tan intenso con Miguel Herrán, que sale en cada plano de la película?
R. Tiene una imagen de chulillo de barrio pero es cariñoso, bueno, con buen corazón… Pensé en él desde el principio. En Los últimos de Filipinas tiene un personaje muy pequeñito, pero ya sobresale porque la cámara le quiere, tiene algo cinematográfico, llámalo carisma. En los últimos veinte minutos de esta película no hay diálogos y tiene esa capacidad de poder contar la historia con el rostro, los ojos… y transmitir lo que le está pasando interiormente.
»Además tiene una gran capacidad física y este es un papel que es tremendamente exigente a nivel físico, el lugar donde rodamos estaba a 18 grados bajo cero, se tenía que tirar al rio, le dan de hostias… Es un actor con una capacidad de concentración brutal, es lo que tienen los grandes como Luis Tosar. En esta película ya no hace de jovencito, es otra cosa.
P. La película tiene también una dimensión de ser una “película de aventuras” a la antigua usanza. ¿Buscaba ese sabor clásico?
R. Me decía un crítico que ahora está la moda de hacer otro tipo de cine y esta película va un poco a contracorriente porque es ese cine más clásico que he mamado. Me inspiran las lecturas que tenía cuando era niño: Julio Verne, Mark Twain, Joseph Conrad… en las que el viaje contaba cómo cambiaba ese personaje, le hacía madurar.
»Me encanta Lawrence de Arabia, la historia de cómo se crea Arabia Saudí, la odisea de este personaje, no sabes si es un traidor, un cobarde, un engreído… me parece maravilloso. Como le pasa la Historia con mayúsculas por encima. Es el tipo de cine que me gustaría seguir haciendo pero es difícil en el cine español porque al final requiere presupuestos altos y hoy día para hacer cine prácticamente no tienes presupuesto. Las películas medias estaban entre los 5 y los 12 y eso ya no existe. Ni los más grandes tienen esos presupuestos a no ser que vendas tu alma a las plataformas.
"En cualquier momento, te da un revés la vida y te cagas de miedo y de dolor"
P. La aparición de lo trágico siempre nos sorprende, es aquello de que siempre se mueren los demás. ¿Nos creemos invulnerables?
R. Durante muchos años pensé que tenía una familia intocable porque todos habíamos gozado siempre de muy buena salud. En 2016 se murió mi mejor amigo porque tuvo un derrame cerebral, luego mi madre, después se murió mi padre de pena… fue un hostión brutal, los pilares se me cayeron al suelo. Me dije “hostia, esto de ser intocable…”. En cualquier momento, te da un revés la vida y te cagas de miedo y de dolor. Hay que estar preparado pero no puedes vivir con esa angustia todo el día, casi mejor vivir en la inconsciencia.
P. La presencia del protagonista en un pueblo del Tíbet despierta mucha hostilidad. ¿Existe una desconfianza innata al occidental?
R. El Tíbet era uno de los lugares más complicados de acceder no solo por la orografía sino por la actitud hostil de sus habitantes hacia el extranjero. Eso se cuenta en Siete años en el Tíbet: cómo se tienen que disfrazar de pordioseros en Lhasa, que es una ciudad sagrada, para que no le apedreen. El extranjero está muy mal visto.
»Eso se cuenta de manera tangencial y es el furor por la “yartsa gunbu”, una especie de oruga colonizada por un hongo que le empieza a crecer, manipula sus constantes vitales y se convierte en un reservario del que se alimenta el hongo. Ese hongo que sale de la tierra y cree que tiene poderes y es mucho mejor que el ying seng lo llaman “el oro del Tíbet”. Mucha gente va a buscar ese tesoro y las aldeas cada vez están más cerradas porque hay mucha gente que va a expoliarles eso.
P. Vemos también la sabiduría tibetana. ¿Cómo lo enfoca?
R. Hay un proverbio tibetano que dice que no podemos decidir cuándo naces o cuándo mueres, eso es algo que la naturaleza nos lo impone. Lo que sí puedes controlar es cómo vas a vivir esa vida: alegre, contento, con ira, con rabia… eso está en tus manos. Uno de los preceptos del budismo es que puedes llevar este duelo como un aprendizaje o una tortura para tu vida. Esto es algo que el personaje aprende y hay veces que se nos olvida.
P. Vemos sobre todo el proceso de maduración del protagonista. ¿Hay una épica en ese proceso?
R. A mí hay algo que se me va hacia la épica. Ese viaje hacia la madurez o la realidad es común en mis tres películas. En Los últimos de Filipinas el personaje de Álvaro Cervantes es ese chico inocente que va a la guerra a luchar por su patria, defender el imperio, y piensa que va a ser algún día artista. Luego, la guerra le da un hostión brutal. Entonces se da cuenta de que las guerras son una puta mierda, te vuelves a España y no eres nadie. Eso me parece que tiene en común, esos viajes que les da la vida. El niño de Adú es un niño que también va a madurar y a crecer a base de golpes.
»Quiero contar historias que hablan un poco del alma humana. Siempre pongo un referente como el productor David Puttnam. Hizo El expreso de medianoche y se estrenó con una polémica tremenda. Un día el hombre iba andando por Londres y se metió en un cine y en el momento en el que condenan a cadena perpetua al protagonista para darle un escarmiento, el público se puso a gritar: “Turcos de mierda”. Allí se dio cuenta de que tenía un poder enorme y de la responsabilidad como productor en lo que cuenta.
"En 'Adú' algunos quisieron ver la historia de un niño bueno africano con unos ojos lindos, pero la película es mucho más dura"
»A partir de entonces, Puttnam se puso a hacer películas sobre el espíritu humano, de esa grandeza y esa miseria que tenemos todos y produjo títulos como Carros de fuego, La misión, Los gritos del silencio o Ciudad de la alegría… Después lo hicieron director de la 20 Century Fox y la llevó a la quiebra. Era un personaje maravilloso.
»Qué interesante y qué contradictoria es el alma humana, ese mundo de imperfección. El ser humano es capaz de lo mas vil a lo más heroico… Al final es eso lo que nos hace humanos. Con Adú alguna gente quiso ver la historia de un niño bueno africano con unos ojos tan lindos, pero la película no es solo eso, es mucho más dura. Con esta se la han querido llevar a la aventura sin más, pero para mí es más profunda y habla de otras cosas: el egoísmo, esa especie de inmadurez, no ver en el prójimo nada...
P. ¿En ese viaje truncado vemos también el tránsito del protagonista del turista a hacer un “verdadero viaje”?
R. Es el momento en el que ese personaje avanza y de repente empieza a mirar. Hasta ese momento en el que se encuentra perdido y no tiene más remedio que vivir con ellos no les ha mirado, simplemente está allí haciendo fotos… Una de mis películas favoritas es El cielo protector de Bertolucci. Hay un momento el que dicen eso de “¿Tú qué eres? ¿Un turista o un viajero?. Turista es aquel que tiene la fecha de vuelta y viajero el que viaja sin saber cuándo va a volver".
»Hay un momento en el que el protagonista se deja llevar entre comillas y empieza a disfrutar de donde está. Me gusta ese momento de la conversación con el tibetano que le acoge en su casa y primero lo toma con la típica condescendencia occidental, todo ese “rollo espiritual”, pero luego se da cuenta de que también está buscando algo. Allí hay otras leyes, no son las leyes de España, no son las tuyas… Cuando viajamos, siempre vamos con el concepto de que somos superiores. Esa condescendencia occidental también la vemos en Adú: la historia de Luis Tosar en su reserva.
"Ha habido momentos muy difíciles en los que no sabía si iba a terminar esta película"
P. ¿Por qué siempre rueda sus películas en lugares lejanos?
R. Ha habido momentos muy difíciles en los que no sabía si iba a terminar esta película. Me decía Alejandro Hernández, el propio guionista: pensemos en hacer algo como Martín (Hache), con cuatro actores en un chalet con piscina… pero no me sale y ya son ganas de sufrir rodar en el Tíbet. Me gusta la idea de relativizar nuestro mundo porque no somos el centro del universo, no tenemos la razón, no estamos en el epicentro de todo…
»Hay otra formas de ver y entender al prójimo, que no suene como lejano. Mis películas hablan de la relación con el "otro cercano" que tiene otras ideas distintas a las mías y tendemos a pensar que las mías son superiores. Yo creo mucho más en “perdóname, discrepo de tus ideas y las respeto”, es eso. Una de las enseñanzas es tratar de entender. Nuestro trabajo como directores de cine es dar voz a distinta gente, intentar que el espectador se plantee que no hay una verdad universal, hay muchas verdades.