Dirigida por el estadounidense Aaron Shimberg, por primera vez a competición en Berlinale, A Different Man es una melancólica fábula en torno a la identidad y la confianza en uno mismo que compite en la liga de los artefactos de metaficción existencial tan propios de Charlie Kaufman.
De hecho, si el guion lo firmara el autor de Adaptation (es del propio Shimberg) no nos sorprendería si no fuera también por el perfume woodyallenesco que desprende fundamentalmente la primera parte de un film que muta varias veces, que muestra varias identidades a lo largo del camino, que desfigura su rostro de la comedia a la sátira y de la tragedia al cuento de hadas.
Toda una montaña rusa de giros, subidas y descensos, de intervenciones y cirugías narrativas en torno a un actor enamorado de su vecina que achaca su falta de éxito (en el arte, el amor y la vida) a su aspecto, pues padece neurofibromatosis (el trastorno genético del “hombre elefante” que popularizó el film de David Lynch), solo para acabar descubriendo que los verdaderos problemas están debajo de la piel.
En verdad, la materia principal del drama es propia de la serie B, con un mad doctor que experimenta con la droga adecuada para que a Edward, el protagonista desfigurado, se le caiga a jirones la máscara de tumores y protuberancias y cambie por completo de aspecto, para revelarnos el rostro del actor Sebastian Stan. De monstruo a modelo en apenas unos días. Edward declara su falso suicidio, cambia de identidad, de residencia, se hace llamar ahora Guy, trabaja en una inmobiliaria, inventa una nueva vida sobre la noria del éxito.
Al cabo del tiempo descubre entonces que su antigua vecina Ingrid (Renate Reinsve, la protagonista de La peor persona del mundo) está montando una obra de teatro off-Broadway basada en su amistad con Edward, para la que consigue el papel protagonista, pero aparece en el camino Oswald (Adam Pearson), un encantador extraño con neurofibromatosis, de rostro exageradamente desfigurado (aunque esta vez real, no responde al maquillaje facial, lo cual no deja de añadir una reflexión mayor al drama en marcha), que visita el teatro durante los ensayos.
A partir de entonces el film se sube a un tren de competiciones, envidias, mascaradas y capas de metaficción que comprende varios años y vaivenes existenciales en la vida de Edward/Guy. Filmada con nervio y carácter, manifiestamente deudora de cierta posmodernidad, el apego emocional de la primera parte de A Different Man va cediendo paso a un apego más intelectual por el relato, una vez que el film muestra sus verdaderas costuras, y ciertamente el interés decae un poco a mitad de camino.
Sin embargo Shimberg dirige esta fábula con pleno sentido de su ambición pero sin dejarse encerrar por ella, sin ceder a la necesidad de tomarse demasiado en serio. Más bien lo contrario es lo que ocurre con la estimable, pero a la larga algo decepcionante, La cocina, del mexicano Alfonso Ruizpalaciones, autor de Güeros (2014) y Museo (2018), cuya tendencia al exceso ya detectada en sus anteriores trabajos está a punto de desbaratar su interesante propuesta filmada en Nueva York.
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La trama transcurre a lo largo de un día encerrada en un restaurante de Times Square,la mayor parte del tiempo en su cocina, que no deja de ofrecerse como microcosmos de la “cocina” del sueño americano y las dobleces del sistema capitalista, donde se mezclan culturas de todo el mundo (especialmente hispanos) en un carrera de ratas por la supervivencia, el visado, el dinero, el amor, la familia, el racismo, el clasismo, el compañerismo, el éxito y la estabilidad.
A su modo, bien podría ser una tragedia de Shakespeare a través de los ojos de una joven mexicana recién llegada a la gran metrópoli (filmada en un plano y sucio blanco y negro), que aún no sabe inglés, durante su primer día de trabajo en la cocina.
En todo caso, el protagonismo de este relato coral, en el que cada personaje cumple su rol social, casi como si fueran símbolos de una fauna sociológica, vira pronto a Pedro (Oded Fehr) y Julia (Rooney Mara), que conducen el relato sentimental en el centro de la locura, con un robo y un aborto de por medio.
Ruizpalacios mantiene varios platos en el aire durante un tiempo prolongado, haciendo malabares con un guion claramente estirado, y resulta estimable el modo en que logra dotar de humanidad a los personajes y las relaciones que mantienen entre ellos, todos de muy distinta naturaleza pero enfangados en la misma batalla, dar el servicio de comida del viernes. En el vórtex del barroquismo y el exceso, la película se tambalea varias veces hasta un desenfrenado, grotesco tramo final en el que se desatan todas las tensiones acumuladas y los sencillos nudos narrativos.
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A los largos planos secuencia por los pasillos del restaurante y la cocina industrial (que en un momento dado es filmada como un barco en pleno hundimiento, a punto de naufragar) se suceden algunos desafíos de montaje (una apreciable secuencia en la que el cineasta crea una torre de babel de insultos y ofensas) y algunas soluciones visuales interesantes (como una llamada telefónica a México que traslada la mente del interlocutor al hogar y la familia del que se despidió hace años), que añaden barroquismo y formalismo al crudo aspecto del film.
En todo caso, los intervalos poéticos en los que se adentra la trama, suspendiendo el tiempo en largos monólogos que interrumpen la batería de diálogos y gritos, o añadiendo algunos toques de color a la fotografía en momentos supuestamente “mágicos”, no terminan de encontrar su armonía en la propuesta general. Es en los detalles donde este tipo de películas tan marcadas y estructuradas acaban revelando su grandeza, y Ruizpalacios sabe dar brochazos con energía y determinación, invitándonos a habitar la poblada demencia que orquesta a su alrededor, pero no domina el arte de la pincelada fina. Una lástima.