El tándem creativo que forman los austriacos Severin Fiala y Veronika Franz – a su vez pareja sentimental de Ulrich Seidl, con el que viene trabajando como coguionista desde Días perros (2001)- había dejado patente en sus dos largometrajes de ficción anteriores –Buenas noches, mamá (2014) y La cabaña siniestra (2018)– su perfecto dominio de los códigos del cine de terror, amén del despliegue de una poética de la tensión sustentada en la sequedad y la preferencia por los ritmos pausados.
En The Devil’s Bath, mitad period drama situado en la Austria de 1750, mitad ejercicio de terror psicológico, el desasosiego emana de un preciso estudio ambiental y de cómo ese entorno y los condicionamientos sociales atribulan el alma sensible de la joven Agnes (impresionante Anja Plaschg), recién casada con un hombre al que apenas conoce y con el que se irá a vivir a una casa apartada en mitad del bosque.
Los directores bloquean cualquier atajo que acorte la distancia hacia el destino final -esto es, que el horror aparezca cuanto antes conjugado en cualquiera de sus múltiples formas- y encuentran en la orgánica dilatación del tempo el mejor vehículo para desatar nuestra turbación.
No estamos, sin embargo, ante una elongación gratuita, pues Franz y Fiala se entregan a una esmerada labor descriptiva, puntualmente salpicada por imágenes de una pregnancia inusitada (gusanos hollando la tierra regada de sangre, una intervención médica en la nuca de la mujer), que determina que los pormenores que ordenan esa cotidianidad rural son los causantes del calvario que sufrirá la protagonista.
Agnes ha crecido en el seno de una pequeña y hermética comunidad confesional (todo arranca con una boda). Su devoción es profunda. Sin embargo, la inoperancia sexual de un marido vaciado de deseo y cuya mínima instrucción atribuye a la esposa un papel puramente asistencial; la consiguiente imposibilidad de concebir esa descendencia que Agnes desea, consecuencia directa de su inactividad erótica que la convierte en una mujer fallida a ojos de sus vecinos o la constante presencia de una suegra castradora, epítome de la represión institucionalizada y guardiana de las
esencias domésticas asociadas a lo femenino, hacen que Agnes viva sin vivir en ella, muriéndose porque no puede matarse, pues el suicidio supondría su condenación eterna.
Religión, familia y estructura social hacen de un cuerpo dotado con el don para engendrar vida el recipiente de un ser para la muerte –nótese aquí la conexión directa entre Agnes y la Leanne Grayson (Nigel Tiger Free) de Servant, teleserie acaudillada por M. Night Shyamalan en la que los directores han trabajado.
Los dos casos que se abordan en el filme -el que ocupa un prólogo que parece filmado por Caspar David Friedrich y el de Agnes- son solo una parte mínima de los centenares que han sido documentados por Kathy Stuart, de cuyo estudio parten Fiala y Franz para armar esta obra perturbadora en la que el tratamiento de los espacios (el bosque como antesala de lo inefable), la inversión de los símbolos de la fe (el fanatismo religioso como puerta de acceso para el Mal, tema que ya se abordaba en La cabaña siniestra) y su rigurosa puesta en escena (la prístina superficie del lago como plancha sobre la que acuñar una imagen invertida, señal del paso ‘al otro lado’ de Agnes) la elevan como clara candidata al Oso de Oro.
Frente a la exactitud de The Devil’s Bath, el barroquismo sincrético de Pepe, tercera película del dominicano Nelson Carlo de los Santos Arias en la que teoriza sobre el colonialismo utilizando al hipopótamo que el narcotraficante Pablo Escobar importó desde las riberas del Okavango para que formase parte de su zoo particular situado en los alrededores del río Magdalena.
En esta oda a la bastardía fílmica en la que la plurilingüe voz del mamífero muerto (habla tres idiomas) conduce un relato tan errático y excesivo como atrayente, el director de la espléndida Cocote (2017) se las ingenia para combinar reflexiones no exentas de lirismo sobre el desarraigo o la occidentalización de la conducta por parte de los esclavos –Pepe como correlato animal de la mano de obra traída desde África al Caribe- con un arsenal de ideas visuales en el que los recursos propios de la no-ficción se hermanan con los del cine experimental e incluso con códigos pertenecientes al natural horror (es imposible no pensar en la versión hippo de Tiburón en la
segunda mitad de la película).
['Pepe', el hipopótamo de Pablo Escobar, revive en el Festival de Berlín]
Con todo, quizá lo más relevante surja de ese repaso impresionista del conjunto de involucrados en la odisea de Pepe (transportistas, pescadores, soldados, cazadores) para describir el tejido social en el que un episodio tan estrafalario como este fue posible.
Pero si hablamos de descolonizar la mirada, no deberíamos terminar la presente crónica sin citar a Mati Diop. De manera mucho más metódica, con un lenguaje accesible (que no domesticado), la cineasta franco-senegalesa aborda en Dahomey -un documental de apenas 67 minutos- la devolución por parte del gobierno francés, en noviembre de 2021, de 26 piezas pertenecientes al tesoro del Reino de Dahomey (estado desaparecido situado en la zona sudoeste del Benín).
La directora de Atlantique (2019) no se limita a repasar con detenimiento ese proceso de restitución a la manera de un documental observacional, sino que incluye las meditaciones en off de una de las piezas rescatadas (¿cuál es mi papel? ¿qué represento?) y entrevera las intervenciones de los miembros de la comunidad estudiantil de la Universidad de Abomey-Calavi a propósito de tan sonado acontecimiento para evidenciar que el proceso de descolonización no termina con el retorno del material expoliado, sino que necesita de intervenciones mucho más profundas (tan o más directas que esta película frontal) que afectan a las instituciones y al lenguaje mismo (al fin y al cabo, los museos o el francés son imposiciones extranjeras).
Pepe y Dahomey vienen a exponer, por vías muy distintas, que la infiltración de la visión eurocentrista en los territorios colonizados, además de suponer una fuente de traumáticas contradicciones, necesita de obras radicales que la cuestionen, la impugnen y la corrijan.