La obra de Lisandro Alonso empieza con un sugerente y atractivo prólogo en el que recurre a Viggo Mortensen, la estrella de su anterior Jauja (2014), para dotar de carisma un sucio, etílico, lunático e hiperviolento acercamiento al cine de vaqueros en blanco y negro.

Es, simplemente, lo que ve en la televisión uno de los personajes principales del segundo segmento del filme, una descorazonadora inmersión en una reserva indígena de Dakota del Sur en una helada noche de invierno.

Protagonizada por una joven policía, Alonso se vale del slow cinema para plantear un teatro del absurdo humano que nos zambulle en una comunidad abandonada y deprimida, al borde del colapso.

De ahí, una fuga mágica nos llevará a la profundidad de la jungla en México, donde seremos testigos de un crimen por amor que obligará a un joven a abandonar su tribu y a enrolarse en una mina de oro ilegal.

Desde un punto de vista meramente descriptivo, Eureka aborda tres historias sin aparente nexo narrativo que, con estilos y formatos diferentes, subvierten tres géneros (wéstern, policíaco y aventuras) dentro del marco temático general de la explotación de las comunidades indígenas por el hombre blanco.

Pero, sobre todo, es una obra que sigue creyendo en la capacidad del cine para remover conciencias y para indagar con poesía visual en aquello que nos sigue haciendo tan sensibles como crueles, tan contradictorios, tan humanos.