Letras

Primer capítulo El demonio del absoluto

por André Malraux

23 marzo, 2009 01:00

Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores

CAPíTULO I
Apenas destinaron al subteniente Lawrence al Intelligence Service de Egipto, comenzó su lucha contra el estado mayor de El Cairo.

Se esperaba una modesta sección de informaciones militares, una de cartografía y una oficina de servicio secreto capaz de complementar los servicios de seguridad de El Cairo. Los oficiales que le enviaron a finales de 1914 —el capitán Newcombe, que acababa de trazar el mapa del desierto del Sinaí so pretexto de realizar una excavación arqueológica, con la colaboración de los dos jóvenes arqueólogos encargados de las excavaciones de Karkemish, Wooley y Lawrence— soñaban con crear un servicio lo bastante poderoso para desatar la revolución en Siria y en Mesopotamia, para levantar contra Turquía sus posesiones árabes, al igual que, a comienzos de siglo, se habían levantado contra ella sus posesiones cristianas.

«El oficial del ejército de Egipto», escribía Lawrence a su llega, «ignora patéticamente el otro lado de la frontera. Woolley, que se pasa el día sentado, hace planos e inventa fulgurantes bulos para la prensa. Newcombe dirige a una banda de espías de lo más agresivo, y habla con el general. Yo soy oficial de cartógrafos, escribo informes geográficos e intento convencer a la gente de que Siria no está poblada exclusivamente por turcos.»

Rabia más que ironía. Aquel grupito de oficiales de información que se denominaban entre sí «los Intrusos» se exasperaban clamando ante oídos sordos la vulnerabilidad de la dominación turca desde Cilicia hasta las Indias. No sólo sabían por las estadísticas que el imperio enemigo contaba con diez millones y medio de árabes contra siete millones y medio de turcos; habían pasado años «al otro lado de la frontera», eran conscientes de que la idea de patria había penetrado en el imperio otomano como un cáncer que había de provocar su muerte.

Abdul-Hamid, el sultán rojo que otrora prohibiera pronunciar la palabra patria incluso en el ejército, so pena de muerte, había comprendido que esa idea era incompatible con su imperio. No podía existir una patria otomana, sino sólo una patria turca. Con ella nacerían una patria macedonia, siria, armenia y árabe: Turquía sólo podía tener las de ganar a condición de perder el imperio. Apenas tomaron el poder en nombre de la nación, los Jóvenes Turcos hubieron de enfrentarse con las reivindicaciones de las naciones otrora vasallas. Los árabes —sobre todo los de Siria y Mesopotamia, gran número de los cuales ocupaba grados destacados en el ejército— habían participado con entusiasmo en la joven revolución turca, de la que esperaban que impusiera el federalismo. Al día siguiente de las elecciones —controladas por los Jóvenes Turcos— se sentaban en la Cámara sesenta diputados árabes contra ciento cincuenta turcos; en pocos meses la CUP se hacía racista, identificándose con la ideología turaniana de Enver. Raras veces una evolución triunfante no genera una vuelta al nacionalismo por parte de los principales vencedores. Se disolvieron todas las sociedades no turcas, se reforzó la centralización administrativa y se persiguió el movimiento árabe. Los Jóvenes Turcos suscitaron más odio que el que suscitara Abdul-Hamid: los árabes habían concebido más esperanzas, y sus amigos de la víspera habían pasado a ser los nuevos tiranos.



La sociedad Fraternidad árabe, en la que se habían agrupado, al aprobarse la Constitución, las antiguas sociedades secretas prohibidas por los Jóvenes Turcos, fue disuelta; éstos no toleraron ya más que dos sociedades árabes: el Club Literario, por ser de carácter sobre todo cultural y tener su sede en Constantinopla, y la Descentralización, porque estaba en El Cairo y contaba con la aprobación de los ingleses. No ignoraban que algunas secciones de ésta se habían fundado en las grandes ciudades de Siria; tampoco ignoraron durante más que un breve lapso de tiempo la existencia de una sociedad secreta formada exclusivamente por oficiales árabes, la Qahtaniya, cuya meta era instaurar una monarquía turco-árabe similar a la monarquía austrohúngara: la sociedad, traicionada, se desintegró. Pero continuaron ignorando, si no la existencia, al menos sí los medios de acción y los nombres de los miembros de la Fetah, fundada en París, que formó en menos de cuatro años el invisible marco de la resistencia siria. Tampoco conocieron muy bien la Ahad, en la que uno de los jefes de la Qahtaniya desarticulada, el comandante Aziz Alí, había agrupado a los oficiales árabes del ejército turco.

Durante la época del acuerdo entre árabes y turcos, en los inicios de la revolución, los Jóvenes Turcos habían nombrado jefe de los Santos Lugares, gran jerife de La Meca, al jeque Hussein ibn Alí.

Un hijo del gran jerife de La Meca, el emir Abdula, vicepresidente del Parlamento turco, pero miembro de la Fetah, de paso por El Cairo en febrero de 1914, visitó a Lord Kitchener, a la sazón agente inglés para Egipto, le señaló —no sin prudencia— la extensión y el arraigo del movimiento sirio y se informó acerca de la actitud que adoptaría Inglaterra ante un levantamiento árabe. Kitchener contestó que las relaciones entre Gran Bretaña y Turquía eran cordiales y que su país no podía propiciar semejante levantamiento. No obstante, dio instrucciones al secretario para Oriente, Storrs, para que no rompiera relaciones con Abdula. Ambos eran grandes aficionados al ajedrez. ¿Cómo dos hombres que tenían un interés capaz en cultivar una aparente amistad no habían de descubrir una pasión común? Abdula facilitó a Storrs más información sobre el movimiento árabe de la que le facilitara a Kitchener, y acabó pidiendo ametralladoras, petición que rechazó Storrs. Y ambos se mantuvieron a la espera.

¿Magnificaba Abdula, de modo genuinamente oriental, la sociedad a la que pertenecía? ¿Hablaba sólo en nombre de los conjurados, o también —y sobre todo— en nombre de su padre? El gran jerife era sin duda la única personalidad árabe lo bastante relevante para encabezar una revolución nacional. Kitchener se negaba a romper relaciones con el emir, máxime porque la aceptación por parte de Inglaterra de la influencia alemana en Turquía se le antojaba un garrafal error político al que intentaba buscar remedio. Todos los territorios a través de los cuales podía ser amenazado el canal de Suez, aun si pertenecían a los turcos, eran territorios árabes. Una federación árabe controlada por Gran Bretaña habría neutralizado en cierta medida la presencia de los alemanes en Constantinopla. Kitchener ordenó levantar el mapa del Sinaí so pretexto de una misión arqueológica, y no bien Alemania entró en guerra —Turquía todavía era neutral— encargó a Storrs que reanudara las relaciones con Abdula. El mensajero de Storrs llegó a La Meca en octubre. Acudía allí para informarse de cuál sería la postura de Hussein si Turquía entraba en guerra.

No sólo un levantamiento árabe, al dificultar el avance del ejército turco a través del desierto árabe, habría resultado en extremo útil para la defensa de Egipto, sino que la posición estratégica del Heyaz era la mejor de toda Arabia; y la autoridad religiosa del gran jerife era tal, que la proclamación de la guerra santa por el califa (proclamación asegurada en el caso de entrar Turquía en guerra) sólo sería eficaz si él se unía a ella. Para Inglaterra, Turquía, pese a no ser todavía un país enemigo, se había convertido en un país hostil; mientras que Hussein, pese a las alianzas de los turcos con los alemanes, estaba ahora ligado a ellos por el islam.

Descendiente del profeta, Hussein era jefe de la nobleza musulmana, y guardián y señor de las ciudades santas. Un anciano de distinción patriarcal, cuya inmensa fortuna procedía de los impuestos astutamente percibidos de los peregrinos de La Meca; un personaje a la vez profano y sagrado, como existe más de uno en el islam, un hombre sin el cual la guerra santa sólo habría sido santa a medias, y que disponía de uno de los más famosos harenes de cherkesas del islam. [...]