Stephen King publica Doctor sueño (Plaza & Janés).

Stephen King vuelve al mundo de 'El resplandor', una de sus novelas más queridas y emblemáticas. Ahora Danny Torrance, aquel niño aterrorizado del Hotel Overlook, es un adulto alcohólico atormentado por los fantasmas de su infancia. Un día se siente atraído por una ciudad de New Hampshire, donde encontrará trabajo en una residencia de ancianos y donde se apuntará a las reuniones de Alcohólicos Anónimos. En ese lugar le llega la visión de Abra Stone, una niña que necesita su ayuda. La persigue una tribu de seres paranormales que vive del resplandor de los niños especiales. Parecen personas mayores y totalmente normales que viajan por el país en sus autocaravanas, pero su misión es capturar, torturar y consumir a estos niños. Se alimentan de ellos para vivir y el resplandor de Abra tiene tanta fuerza que les podría mantener vivos durante mucho tiempo. Danny sabe que sin su ayuda Abra nunca conseguiría escaparse de ellos; juntos emprenderán una lucha épica, una batalla sangrienta entre el Bien y el Mal, para intentar salvarla a ella y a los demás niños que sacrifican.



El libro comienza con un preámbulo que se desarrolla poco después del incidente del Hotel Overlook y en el que Danny es todavía un niño.



Aquí puede leer en exclusiva un fragmento del comienzo de la narración en la época actual, con el protagonista convertido ya en un adulto al que le atormentan los fantasmas del pasado.




Capítulo uno. Bienvenido a Teenytown

1



Después de Wilmington, dejó de beber a diario.



Pasaba una semana, a veces dos, sin tomar nada más fuerte que refrescos bajos en calorías. Despertaba sin resaca, y eso era bueno. Despertaba sediento y abatido -anhelante-, y eso no lo era. Entonces llegaba una noche o un fin de semana. A veces el detonante era un anuncio de Budweiser en la televisión: jóvenes sanos sin rastro de barriga bebiéndose una cerveza bien fría después de un enérgico partido de voleibol. A veces era ver a un par de mujeres atractivas tomando una copa después del trabajo en la terraza de alguna agradable cafetería, un sitio con nombre francés y un montón de plantas colgantes. Las bebidas eran siempre de las que venían con sombrillitas. A veces era una canción en la radio. Una vez fue Styx cantando «Mr. Roboto. Cuando estaba en dique seco, permanecía completamente seco. Cuando bebía, bebía hasta emborracharse. Si despertaba junto a una mujer, pensaba en Deenie y en el niño de la camiseta de los Braves. Pensaba en los setenta dólares. Pensaba incluso enla manta robada que dejó abandonada en la alcantarilla. Quizá siguiera allí. En tal caso, ya habría enmohecido.



A veces se emborrachaba y faltaba al trabajo. Lo mantenían una temporada -era bueno en lo que hacía-, pero al final llegaba el día. Cuando lo despedían, decía muchas gracias y se subía a un autobús. Wilmington se convirtió en Albany y Albany dio paso a Utica. Utica se convirtió en New Paltz. New Paltz dio paso a Sturbridge, donde se emborrachó en un concierto de folk al aire libre y al día siguiente despertó en la cárcel con una muñeca rota. A continuación fue Weston y después una residencia en Martha's Vineyard y, bueno, ese curro no duró nada. El tercer día la enfermera jefe detectó el alcohol en su aliento y el resultado fue «Adiós, muy buenas, no me gustaría ser tú». En una ocasión se cruzó en el camino del Nudo Verdadero sin percatarse, al menos en la parte superior de su mente, aunque en las profundidades -en la parte que resplandecía- notó algo. Un hedor, marchito y desagradable, como el olor a goma quemada en un tramo de autopista donde se hubiera producido un accidente momentos antes.



De Martha's Vineyard tomó un autobús a Newburyport. Allí encontró trabajo en un hogar de veteranos que apenas importaba una mierda a casi nadie, la clase de lugar donde viejos soldados eran a veces abandonados en una silla de ruedas a la puerta de consultorios vacíos hasta que sus bolsas de orina se desbordaban. Un sitio asqueroso para los pacientes, un poco mejor para aquellos que la cagaban con frecuencia, como él mismo, aunque Dan y unos pocos más hacían cuanto podían por los viejos soldados. Incluso ayudó a partir a un par de ellos cuando les llegó su hora. Ese empleo duró una temporada, el tiempo suficiente para que el Presidente del Saxofón cediera las llaves de la Casa Blanca al Presidente Cowboy.



Dan se emborrachó varias noches durante su estancia en Newburyport, pero siempre cuando libraba al día siguiente, así que no había problema. Después de una de estas minijuergas se despertó pensando: Por lo menos le dejé los cupones de comida. Esto le hizo recordar aquellos presentadores del concurso de la tele.



Lo siento, Deenie, has perdido, pero nadie se va con las manos vacías. ¿Qué tenemos para ella, Johnny?



Bueno, Bob, Deenie no ha ganado dinero, pero se lleva nuestro nuevo juego de mesa, varios gramos de cocaína, ¡y un gran fajo de CUPONES DE COMIDA!



Lo que ganó Dan fue un mes entero sin alcohol. Lo hizo, supuso, como una extraña forma de penitencia. Más de una vez se le ocurrió que, si hubiera sabido la dirección de Deenie, hacía tiempo que le habría enviado aquellos setenta dólares de mierda. Le habría enviado el doble si con ello hubiera podido poner fin a los recuerdos del niño de la camiseta de los Braves y la mano extendida como una estrella de mar. Pero no sabía su dirección, así que se mantenía sobrio para compensar. Fustigándose. En dique seco.



Entonces una noche pasó por delante de un establecimiento de bebidas que se llamaba Fisherman's Rest y por la ventana divisó a una atractiva rubia sentada sola en la barra. Llevaba una falda de cuadros escoceses que le tapaba medio muslo y parecía solitaria, y él entró y resultó que estaba recién divorciada, vaya, qué lástima, y quizá le apetecería algo de compañía, y tres días más tarde despertó con el viejo agujero negro de siempre en su memoria. Acudió al centro de veteranos donde había estado fregando suelos y cambiando bombillas, esperando una oportunidad, pero nada de nada. Apenas importar una mierda a casi nadie no era exactamente lo mismo que no importar una mierda a nadie; se parecía pero no. Al marcharse con las pocas cosas que guardaba en su taquilla, recordó una vieja frase de Bobcat Goldthwaite: «Mi trabajo seguía allí, pero lo estaba haciendo otro». Así pues, subió a otro autobús, este con destino a New Hampshire, pero antes de montar compró un envase de cristal que contenía un líquido tóxico.



Se sentó atrás del todo, en el Asiento del Borracho, el situado junto al servicio. La experiencia le había enseñado que si pretendías agarrarte un pedo durante un viaje en autobús, ese asiento era el indicado. Echó mano a la bolsa de papel marrón, desenroscó el tapón del envase de cristal que contenía el líquido tóxico y percibió su olor pardusco. Ese olor podía hablar, aunque solo tenía una cosa que decir: Hola, viejo amigo.



Pensó: Suca.



Pensó: Mamá.



Pensó que Tommy ya iría al colegio. Eso suponiendo que el bueno de tío Randy no lo hubiera matado. Pensó: El único que puede ponerle freno eres tú.



La idea se le había ocurrido muchas veces antes, pero ahora le siguió una nueva: No tienes que vivir así si no quieres. Puedes, claro... pero no tienes por qué.



Esa voz era tan extraña, tan distinta de las que intervenían en sus acostumbrados diálogos mentales, que al principio creyó que había interceptado la voz de otra persona: podía hacerlo, aunque ya raramente captaba transmisiones sin invitación. Había aprendido a acallarlas. No obstante, recorrió el pasillo con la mirada, estaba casi seguro de que vería a alguien observándole. Nadie lo miraba. La gente dormía, hablaba con su compañero de viaje o contemplaba el día gris de Nueva Inglaterra.



No tienes que vivir así si no quieres.



Ojalá fuera cierto. Sin embargo, enroscó el tapón de la botella y la dejó en el asiento de al lado. La cogió dos veces. La primera vez volvió a dejarla donde estaba. La segunda vez metió la mano dentro de la bolsa y desenroscó el tapón, pero en ese momento el autobús paró en el área de bienvenida a New Hampshire nada más cruzar la frontera del estado. Dan desfiló hacia el Burger King con el resto de los pasajeros y solo se detuvo el tiempo necesario para tirar la bolsa de papel en un contenedor de basura. Estampadas en un lado del cubo verde se leían las palabras SI YA NO LO NECESITA, DÉJELO AQUÍ.



Estaría bien, ¿no?, pensó Dan, oyendo el choque al caer. Dios, sí que estaría bien.



2



Una hora y media más tarde, el autobús pasó junto a una señal que decía ¡BIENVENIDOS A FRAZIER, DONDE HAY UNA RAZÓN PARA CADA ESTACIÓN! Y, debajo, ¡HOGAR DE LA VILLA TEENYTOWN!



El autobús se detuvo en el Centro Comunitario de Frazier para recoger a más pasajeros, y desde el asiento vacío al lado de Dan, donde la botella había descansado durante la primera parte del viaje, Tony le habló. Era esta una voz que Dan reconoció, aunque Tony no se había manifestado con tanta claridad desde hacía años.



(este es el sitio)



Es tan bueno como cualquier otro, pensó Dan.



Agarró su macuto de lona de la rejilla superior y bajó. Parado en la acera, observó cómo el autobús se alejaba. Hacia el oeste, las Montañas Blancas serraban el horizonte. En todos sus vagabundeos había evitado las montañas, especialmente los monstruos dentados que dividían el país en dos. Pensó: Al final he vuelto a una región alta. Supongo que siempre lo supe. Sin embargo, esas montañas eran más suaves que las que en ocasiones todavía rondaban sus sueños, y creyó que podría vivir con ellas, al menos por una temporada. Eso si conseguía dejar de pensar en el niño de la camiseta de los Braves, claro. Si conseguía dejar de beber. Llegaba un momento en que uno se daba cuenta de que seguir moviéndose era inútil. Que uno carga consigo mismo allá adonde vaya.



Una ráfaga de nieve, fina como el encaje de un vestido de novia, danzó en el aire. Vio que las tiendas alineadas a lo largo de la amplia calle principal estaban pensadas para los esquiadores que llegaban en diciembre y los veraneantes que llegaban en junio. Probablemente habría también turistas que iban allí a mirar la caída de las hojas en septiembre y octubre, pero ahora el asunto era qué pasaba en primavera en la Nueva Inglaterra septentrional, ocho crispadas semanas cromadas de frío y humedad. Por lo visto, Frazier aún no había determinado una razón para esta estación, porque la avenida principal -Cranmore Avenue- se hallaba más bien desierta.



Dan se echó el macuto al hombro y se encaminó hacia el norte. Se detuvo delante de una verja de hierro forjado a contemplar una casa victoriana flanqueada a ambos lados por dos edificios más recientes de ladrillo. Estaban conectados a la construcción principal por corredores cubiertos. En el lado izquierdo de la mansión se erguía un torreón, pero no así en el derecho, lo que le daba un aspecto curiosamente desequilibrado que en cierto modo le gustó. Era como si esa gran anciana estuviera diciendo: Sí, una parte de mí se derrumbó, pero qué cojones. Algún día también te pasará a ti. Empezó a sonreír. De pronto se le congeló la sonrisa.



Tony se encontraba en la ventana de la habitación del torreón, observándole. Vio que Dan alzaba la mirada y le saludó con la mano. El mismo saludo solemne que Dan recordaba de su infancia, cuando Tony se presentaba a menudo. Dan cerró los ojos y al poco los abrió. Tony se había ido. Quizá nunca estuvo ahí, ¿cómo podría estar ahí? La ventana estaba entablada.



El letrero en el jardín, letras doradas sobre un fondo verde del mismo tono que la casa, decía: RESIDENCIA HELEN RIVINGTON.



Tienen un gato, pensó. Una gata gris llamada Audrey.



Resultó ser en parte correcto y en parte erróneo. Había un felino, sí, y de color gris, pero era un macho castrado y no se llamaba Audrey.



Dan se quedó mirando el letrero un buen rato -el suficiente para que las nubes se abrieran y enviaran un haz bíblico de luz- y después continuó caminando. Aunque el sol brillaba ahora lo bastante como para arrancar destellos cromados de los pocos vehículos aparcados en batería delante del Olympia Sports y del Fresh Day Spa, la nieve seguía arremolinándose, lo que le llevó a recordar algo que su madre le había dicho en una primavera con condiciones semejantes, tiempo atrás, cuando vivían en Vermont: El diablo está azotando a su mujer.



3



A un par de manzanas de la residencia de cuidados paliativos, Dan volvió a pararse. Frente al edificio del Ayuntamiento se hallaba el parque público de Frazier. En menos de una hectárea de extensión, casi media de césped que apenas empezaba a verdecer, había un quiosco de música, un campo de softball, media pista pavimentada de baloncesto, mesas de picnic, incluso un minigolf. Todo muy bonito, pero lo que le interesaba era un cartel en el que se leía:



VISITEN TEENYTOWN

LA «PEQUEÑA MARAVILLA» DE FRAZIER

¡NO SE PIERDAN SU FERROCARRIL!

No hacía falta ser un genio para ver que Teenytown era una reproducción en miniatura de Cranmore Avenue. Estaba la iglesia metodista por la que había pasado, con su campanario alzándose a más de dos metros de altura; estaba el Music Box Theater; la heladería Spondulicks; la librería Mountain Books; la tienda de ropa Shirts & Stuff; la Galería Frazier, Especialistas en Bellas Artes. Incluía también una miniatura perfecta, a la altura de la cintura, de la Residencia Helen Rivington y su único torreón, aunque los dos edificios de ladrillo a los lados se habían omitido. Tal vez, especuló Dan, porque eran feos como el culo, más si los comparabas con la pieza central.



Más allá de Teenytown había un tren en miniatura con la leyenda FERROCARRIL TEENYTOWN pintada en unos vagones que seguramente serían demasiado pequeños para acoger a nadie mayor que un niño de uno o dos años. Un penacho de humo salía de la chimenea de una locomotora rojo brillante del tamaño de una motocicleta Honda Gold Wing. Pudo oír el rumor de un motor diésel. Estampado en el costado de la máquina, con anticuadas letras doradas despintadas, el nombre HELEN RIVINGTON. La mecenas de la ciudad, supuso Dan. En algún lugar de Frazier probablemente habría también una calle en su honor.



Permaneció donde estaba durante unos instantes, aunque el sol se había ocultado de nuevo y el día se había vuelto más frío, hasta el punto de que podía ver su aliento. De niño siempre había querido un tren eléctrico y nunca tuvo uno. En Teenytown había una versión jumbo que encantaría a niños de todas las edades.



Se cambió el macuto al otro hombro y cruzó la calle. Volver a oír a Tony -y verlo- resultaba perturbador, pero en ese instante se alegraba de haberse detenido allí. Quizá ese fuera el lugar que había estado buscando, el lugar donde hallaría por fin una manera de enderezar una vida peligrosamente torcida.



Uno carga consigo mismo allá adonde vaya.



Empujó el pensamiento al interior de un armario mental, una habilidad que dominaba. Había toda clase de cosas en ese armario.



4



Un carenado rodeaba la locomotora por ambos lados, pero divisó una banqueta bajo un alero de la estación de Teenytown, la arrimó y se subió en ella. La cabina del maquinista contaba con dos asientos ergonómicos tapizados en piel de oveja. Dan pensó que tenían pinta de proceder del desguace de un viejo muscle car de Detroit. Los paneles y controles también parecían piezas modificadas de automóviles, con la excepción de una anticuada palanca de cambios con forma de Z que sobresalía del suelo. No había ningún patrón de marchas; el puño original se había reemplazado por una calavera sonriente con un pañuelo rojo que años de manoseo habían descolorido hasta un pálido rosa. La mitad superior del volante estaba recortada, de manera que lo que quedaba parecía el timón de un aeroplano ligero. Pintado de negro en el tablero de mandos, desvaído pero legible, había un aviso: VELOCIDAD MÁXIMA 65 NO REBASAR.



-¿Te gusta? -La voz provenía justo de detrás de él.



Dan giró en redondo, casi se cae de la banqueta al hacerlo. Una mano grande y curtida lo impidió asiéndolo por el antebrazo. Era un individuo que aparentaba cincuenta y muchos o sesenta y pocos, llevaba una chaqueta vaquera forrada de borrego y una gorra de caza roja de cuadros con las orejeras bajadas. En la mano libre sostenía una caja de herramientas con una etiqueta de Dymo en la tapa en la que ponía PROPIEDAD DEL AYUNTAMIENTO DE FRAZIER.



-Eh, lo siento -dijo Dan, bajando de la banqueta-. No quería...



-No pasa nada. La gente se para a mirar a todas horas. La mayoría son aficionados a las maquetas de trenes. Para ellos es como un sueño hecho realidad. No dejamos que se acerquen en verano, cuando esto está abarrotado y el Riv circula cada hora o así, pero en esta época del año solo estoy yo. Y no me importa.-Le tendió la mano-. Billy Freeman. Servicio municipal de mantenimiento. El Riv es mi niña.



Dan estrechó la mano que le ofrecía.



-Dan Torrance.



Billy Freeman se fijó en el macuto.



-Imagino que acabas de bajar del autocar. ¿O viajas a dedo?



-En autobús -aclaró Dan-. ¿Qué motor tiene ese trasto?



-Bueno, eso es interesante. Seguramente nunca has oído hablar del Chevrolet Veraneio.



No, pero de todos modos lo conocía. Porque Freeman lo conocía. Dan no creía haber experimentado un destello tan nítido en años. Trajo consigo un fantasma de gozo que se remontaba a su primera infancia, antes de descubrir lo peligroso que el resplandor podía ser.



-Un modelo brasileño del Suburban, ¿no? Turbodiésel.



Las pobladas cejas de Freeman se arquearon de súbito y el hombre sonrió.



-¡Sí, señor! Casey Kingsley, el jefe, lo compró en una subasta el año pasado. Es una máquina. Tira como un cabrón. El panel de instrumentos también es de un Suburban. Los asientos los puse yo mismo.



El resplandor se estaba apagando, pero Dan captó un último detalle.



-De un GTO Judge.



Freeman sonrió satisfecho.



-Correcto. Los encontré en un basurero en la carretera de Sunapee. La palanca de cambios es de un Mack de 1961. Nueve velocidades. Está bien, ¿eh? ¿Buscas trabajo o solo mirabas?



Dan parpadeó ante el repentino cambio de rumbo en la conversación. ¿Buscaba trabajo? Suponía que sí. La residencia por la que había pasado en su deambular por Cranmore Avenue sería el lugar lógico por donde empezar, y pensó -ignoraba si era el resplandor o una intuición normal y corriente- que necesitarían personal, pero no estaba seguro de querer ir allí en ese momento. Ver a Tony en la ventana del torreón le había perturbado.



Además, Danny, querrás distanciarte un poco más de la última vez que bebiste antes de presentarte allí para solicitar empleo. Aunque lo único que te ofrezcan sea pasar la mopa en el turno de noche.



La voz de Dick Hallorann. Dios santo. Dan llevaba mucho tiempo sin pensar en Dick. Quizá desde Wilmington.



Con la llegada del verano -una estación para la que sin duda Frazier tenía una razón- en la ciudad se contrataría a gente para toda clase de tareas. Pero si tenía que elegir entre un Chili's en el centro comercial y Teenytown, desde luego optaría por el pueblo en miniatura. Abrió la boca para contestar a la pregunta de Freeman, pero Hallorann se le adelantó antes de que pudiera hablar.



Estás acercándote a los treinta, pequeño. Puede que se te estén agotando las oportunidades.



Entretanto, Billy Freeman le observaba con descarada y genuina curiosidad.



-Sí -dijo Dan-. Busco trabajo.



-El trabajo en Teenytown duraría mucho tiempo, ¿sabes? En cuanto llega el verano y termina el colegio, el señor Kingsley contrata a gente de aquí, la mayoría de entre dieciocho y veintidós años. Es lo que quieren los concejales. Además, los chavales salen baratos. -Sonrió, revelando la ausencia de un par de dientes-. De todas formas, hay lugares peores para ganarse unos pavos. Trabajar al aire libre no parece tan bueno hoy, pero este frío ya no durará mucho.



No, no duraría. Lonas impermeabilizadas cubrían gran cantidad de elementos del parque, pero pronto se retirarían y quedaría a la vista la superestructura del veraneo de pueblo: puestos de perritos calientes, carritos de helados, algo circular que a Dan le pareció un tiovivo. Y estaba el tren, por supuesto, el de los vagones diminutos y el potente motor turbodiésel. Si se mantenía alejado de la bebida y demostraba ser digno de confianza, Freeman o el jefe -Kingsley- tal vez le dejaran conducir la locomotora un par de veces. Eso le gustaría. Más adelante, cuando el ayuntamiento contratara a los chicos del pueblo, le quedaría la residencia de cuidados paliativos.



Si decidía quedarse, claro.



Más vale que te quedes en algún sitio, dijo Hallorann; por lo visto, era el día de Dan para oír voces y ver visiones. Más vale que te quedes en algún sitio pronto, o no podrás quedarte en ninguna parte.



Se sorprendió a sí mismo riéndose.



-Suena muy bien, señor Freeman. Suena realmente bien.