Goethe. La vida como obra de arte
El nombre de Goethe, como en menor medida el de Schiller, no solo está íntimamente asociado al concepto de genio, sino al modelo de una vida lograda, plena, que reclama ser biografiada. La de Goethe lo ha sido hasta extremos casi inabarcables. Cada biógrafo o estudioso trabaja, en efecto, desde una perspectiva, la suya. Que suele ser la de un tiempo y una tradición. Safranski ha operado, consecuentemente, en esta obra magistral, por tratar a Goethe, a lo largo de 34 capítulos como su contemporáneo, cosa que, como es sabido, solo resulta posible con los más grandes. Y así nuestro autor, atento siempre al contexto y a los intereses culturales del presente, trenza vida y obra en un relato elegante y preciso, con el que lector recibe lo mejor, lo más vivo y, por supuesto, lo que más puede interpelarle de Goethe. Gracias, entre otras cosas, a la perspectiva de ese trenzado que con voluntad de exhaustividad nos devuelve un Goethe pleno, a un tiempo histórico e intemporal.
Particularmente vivas resultan las consideraciones finales sobre Goethe a partir del viejo imperativo pindárico de llegar a ser lo que uno es. ¿Lo fue alguien tan proteico como Goehte? La respuesta de Safranski no es, desde luego, tajante ni podía serlo pero deja bien claro el por qué: Goethe quiso afirmarse como inidividuo único que recogía, en sí, lo que está distribuido entre toda la humanidad.
Globalmente considerado, tanto en su momento juvenil inequívocamente romántico, como en su ulterior y definitivo “clasicismo”, Goethe ha sido, en efecto, y sigue siendo considerado como un hombre dotado de la capacidad de recrear con la palabra el cosmos humano, o una parte esencial de él, de una forma perdurable e incomparable. Esto es, verdaderamente “clásica”. Pero el clasicismo va más lejos. No se trata solo de su capacidad de interpelar en épocas distintas y a muy distintos lectores, ni tampoco de la arquetípica aspiración a una “noble sencillez” y una “grandeza serena” en su modo de decir y de hacer, sino, sobre todo, de su condición de intento grandioso, paradigmático, de resolver en un orden “racional-burgués” la experiencia entera del hombre moderno. Lo que le convierte en la última versión, la más tardía, del proyecto del “uomo universale” del Renacimiento. Del proyecto, en fin, de ser todas las cosas, de no renunciar a nada de lo que la vida ofrece. Incluso de llevar activamente a realidad la unión entre pensamiento y acción.
Sea como fuere, el clasicismo de Goethe, que Safranski reconstruye con rigor y competencia en esta obra, como reconstruye también sus sombras, es un clasicismo consciente de que la mera claridad no es la vida deseable, pero sí su plenitud. Un clasicismo integrador de disonancias, capaz de alimentar una serenidad nacida del asentimiento inocente a la vida. una vida que “existe simplemente para ser vivida”, como más tarde teorizaría Nietzsche, y que encuentra en ella misma su valor supremo. Un clasicismo, en fin, identificado con “el sentido intimo de la cultura” y bien distinto, por tanto, del “falso helenismo de convención” defendido por Wincklemann que en un momento dado pudo descarriar al propio Goethe.
Hablar de Goethe es hablar, de una grandiosa tentativa de resolver artísticamente en un orden superior la experiencia entera del hombre, entendiendo aquí como “resolver” realizar, en un mundo simbólico propio y con ánimo constructivo, un humanismo en el que pudiera unirse, sin desfallecimiento ni claudicación trágica ante lo sisífico de la tarea, todos los elementos constitutivos de la individualidad, de lo humano- eminente, pero siempre en el orden de una razón inviscerada en la vida. Y hecha “arte” o, si se prefiere, “cultura”. Una cultura entendida, en cualquier caso, como instancia normativa, o lo que es igual, como “lo firme frente a lo vacilante, lo fijo frente a la huidizo, lo claro frente a lo oscuro”. O, en fin, como algo carente de todo sentido “si no se supone una dirección, si no se tira una línea guión sobre lo que luego hayan de marcarse los grados del avance”, por decirlo con palabras del Ortega lector asiduo de Goethe .
A la vez que hizo suya siempre cuanta sustancia nutricia pudo encontrar en su camino, Goethe se rindió al mayor de los realismos. Y fue así sumamente consciente de la contraposición, en la época de transición histórica que le tocó vivir, entre personalidad y sociedad. De ahí los paradigmáticos conflictos de sus héroes más representativos. Werther, por ejemplo, un joven lleno de vida y de posibilidades, que decide instalarse temporalmente en un lugar provinciano con el objetivo de liberar su espíritu y enriquecerse en contacto con la naturaleza, conviviendo con hombres sencillos de vida aparentemente transparente, sincera y sosegada, hará pronto la experiencia de “la limitación en que se encuentran confinadas las fuerzas activas e indagatorias del hombre”. Como se verá también obligado a tomar buena nota de que “toda acción arranca del afán de procurar la satisfacción de necesidades que al mismo tiempo no tienen otra finalidad que la de prolongar nuestra mísera existencia individual”. Finalmente, enfrentado a un mundo que no acepta, ni le acepta a él, incapaz de soportar los envites de la ambición, la envidia, el tedio, la ruindad y, sobre todo, “la fatalidad de estas relaciones burguesas”, escogerá, tras vivir una devastadora frustración amorosa, la libertad por la vía extrema del suicidio. Wilhelm Meister, consciente de la escisión moderna entre burgués y ciudadano y de la consiguiente fragmentación y compulsión al lucro, se confesará, entregado aún al espejismo de un yo pleno que siente como ajeno el espacio político, que “el burgués no puede ser un hombre público”. Y el insaciable Fausto, en cuyo pecho latían, según confesión propia, dos almas, intentará aunar la empresa “faústica” de revivir el mundo helénico con la no menos faústica de construir un nuevo orden social y tecnológico, una sociedad humana reconciliada y no mediada por el principio del intercambio mercantil, sino por Eros.
El viejo Goethe comprendió bien, y asi lo plasmó en su gran poema, lo fugaz del vínculo matrimonial entre Fausto y Helena. Y dejó claro que en ese mundo frenético del productivismo a ultranza y del individualismo competitivo no habría ya lugar ni siquiera para la cabaña de los últimos supervivientes del mundo helénico, Filemón y Baucis. Pero no por ello renunció, en la figura de su Fausto, al mundo del “obrar valioso”capaz de superar, haciéndolo suyo a un tiempo´, el ideal suprahiistórico de una humanidad integral y bella. Quedaba así cerrado el círculo de una vida guiada por la voluntad de serlo y agotarlo todo y, a la vez, por la conciencia trágica de la imposibilidad de la tarea. Olimpismo, pues, y desgarro. Serenidad y hueco.
Esta larga búsqueda convirtió a Goethe en el “maestro” por excelencia de la cultura alemana. Nada tiene, pues, de extraño que Safranski haya llegado a él tras su recorrido por el pesimismo schopenhaueriano, la brasa ardiente del romanticismo alemán y el antigoethiano Heidegger, por él mismo definido ,también, y estudiado , como un “maestro alemán”.