Juan Marsé. Foto: Lisbeth Salas. Barcelona, 2008

Juan Marsé. Foto: Lisbeth Salas. Barcelona, 2008

Letras

Juan Marsé, la despedida del forastero

Se publica el último libro del escritor, 'Notas para unas memorias que nunca escribiré'. Su editor explica su origen, un diario en el que derramó observaciones y dardos sobre muchos personajes

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Todavía no han transcurrido nueve meses desde su muerte y ya se han publicado dos libros póstumos de Juan Marsé. Una buena noticia, desde luego, para sus lectores y admiradores, pero también un dato mosqueante para quienes —no sin fundamento, dados los precedentes— sospechan a priori del oportunismo y tejemanejes a que tan proclives son los editores, agentes y legatarios de un autor importante cuando fallece.

Los dos libros de Marsé publicados póstumamente quedan libres de estas sospechas por cuanto el propio autor no sólo dispuso su publicación, sino que además ocupó los últimos meses de su vida en revisarlos, tarea que solía hacer siempre muy a conciencia. Por lo demás, se trata de dos libros de origen y de naturaleza tan distinta, que bien podrían servir, los dos, para ilustrar un muestrario de las circunstancias que avalan o no la publicación de textos póstumos; también de las buenas y malas prácticas que se observan al respecto.

Viaje al sur se publicó a las pocas semanas del fallecimiento de Marsé, de modo que sólo la fatalidad determinó que fuera un libro póstumo. De hecho, la publicación de este libro fue una de las últimas alegrías de Marsé, que lo daba por perdido desde mucho atrás y se había resignado a publicar una primera versión bastante incompleta del mismo, encontrada por Josep Maria Cuenca, biógrafo del escritor, mientras revisaba unos papeles sin clasificar que éste conservaba. Durante los trabajos de edición, un comentario casual condujo al hallazgo de la versión definitiva y completa.

En su modélica introducción al texto, Andreu Jaume cuenta todo esto como si de un relato detectivesco se tratara. Como fuere, Viaje al sur restituía un eslabón perdido en la trayectoria de Marsé. El libro había quedado listo para su publicación en 1963, y si no vio la luz fue por circunstancias ajenas al autor. La edición de 2020 venía a reparar, así, un contratiempo. Aun si el hallazgo del manuscrito se hubiera producido después de la muerte de Marsé, de modo que éste no hubiera tenido ocasión de avalarla, la publicación del libro no hubiera dejado lugar a dudas acerca de su legitimidad, estoy por decir de su necesidad.

Es de esperar que los lectores acudan al reclamo de unas páginas tan deslenguadas como faltonas

No cabe decir lo mismo de los materiales que ahora se presentan reunidos bajo el título Notas para unas memorias que nunca escribiré. Nos las vemos aquí con un diario de vida que Marsé se impuso a sí mismo llevar durante el año 2004, al que se añade el contenido de tres libretas de pequeño formato en las que anotaba citas, observaciones, ocurrencias de toda índole, siempre de manera breve e impulsiva. Algo que hacía con cierto mimo y espíritu lúdico, pues las libretas están ilustradas con recortes de fotografías y esmerados dibujos de su propia mano que descubren una faceta insospechada del escritor.

El caso es que los materiales reunidos en Notas para unas memorias que nunca escribiré pertenecen, de buenas a primeras, al ámbito de lo privado. A diferencia de las crónicas de Viaje al sur, no se trata aquí de escritura pensada para su publicación. Cabe conjeturar que al emprender un diario Marsé fantaseara con la posibilidad de que de este empeño surgiera algo literariamente aprovechable, pero muy pronto él mismo se desencantó al respecto. Si siguió escribiendo el diario durante todo el año 2004 fue por cabezonería, para no defraudarse a sí mismo en un momento vital –sus 71 años– presidido por una imprecisa cifra de aburrimiento, fastidio y fatiga.

Decir que los materiales que ahora se publican pertenecen al ámbito de lo privado no equivale a decir que pertenecen el ámbito de la intimidad. De hecho, una de las lecciones que arroja este nuevo libro de Marsé es la confirmación de su declarada ineptitud para la introspección, para hablar de sí mismo. Algo que siempre lo repateó, y que —como cumple al narrador genuino que era— sólo sabía hacer por vía interpuesta, es decir a través de la ficción. Tanto el diario como las libretas contienen pequeñas epifanías, sobre todo de la infancia de Marsé, que iluminan con sus destellos una escritura mayormente gobernada por el signo de la propia idiosincrasia: es decir, del temperamento, del carácter de Marsé. Un hombre reservado, tímido, esquinado, muy observador, que cultiva sus propios resentimientos (de orden social y cultural, y no sólo personal), y que en su fuero interno —que no es lo mismo que la intimidad— reacciona a menudo con enfado, también con humor, a las manifestaciones de su entorno.

El diario del año 2004 ofrece el espectáculo descarnado y no siempre edificante de un escritor que vive en una especie de exilio interior. Exilio de la única patria que reconoce: su infancia (“Mis amigos de la infancia en el Penedés, unos muchachos desnudos bajo el sol y entre viñedos, nadando en las albercas con runas, y unos paisajes. Esa es mi patria”); exilio de su propio centro de gravedad (“Las cosas que más me importan, el amor, la amistad, el sexo, la escritura, siento a menudo que tienen los días contados… ¿Cómo preservar estos tesoros del moho del tiempo y de la vejez?”); exilio de su propio entorno cultural, en el que siempre se sintió como una especie de forastero (“en Catalunya ninguneado por escribir en castellano, y en el Reino no me quieren porque soy catalán. Así pues, soy fronterizo. ¿Qué más puede desear un escritor?”).

“Las cosas que más me importan, el amor, la amistad, el sexo, la escritura, siento a menudo que tienen los días contados…", escribe Marsé

Todo el diario aparece escrito a la sombra de un sentimiento elegíaco que asoma entre tantas anotaciones que dan cuenta, por otra parte, de una vida que, vista desde fuera, se le antoja al lector llena de alicientes. La vida de un escritor consagrado y bien acomodado, que viaja de un lado a otro para recibir premios y homenajes, cuyos libros se traducen en el extranjero, al que los editores cortejan, los periodistas asedian, que frecuenta a sus amigos y acude a los corrillos culturales, que se escapa a menudo a su casa de veraneo en Calafell, que vive rodeado del afecto de los suyos, entretenido muchas tardes con su nieto Guille, dedicándose —cuando no escribe— a hojear la prensa, leer libros y manuscritos (en un mismo año actúa como jurado de tres premios), escuchar música, ver películas…

Del contraste entre estas rutinas nada indeseables y la desgana, la acidez y hasta la amargura con que Marsé las anota deriva la consternación que a ratos embarga al lector, y que, cuando no es redimida por la vibración lírica o sensual o confesional de ciertos apuntes, tiende a disolverse en el regocijo que producen tantas intemperancias, tantas causticidades, tantas collejas como aquí se reparten entre propios y extraños (sin dejar fuera al mismo Marsé), pero sobre todo entre una nutrida galería de personalidades más o menos célebres tanto de la política como de la cultura o de la prensa rosa españolas.

Marsé era lector asiduo de al menos tres periódicos. Una práctica masoquista que, como la de ver los informativos de la televisión, le servía, al parecer, para cargar pilas y alimentar su vena contestataria. Sus aguijonazos contra columnistas, comentaristas y periodistas culturales no dejan títere con cabeza. Pero tampoco se queda corto al hablar del medio literario, editorial o cinematográfico.

Es de esperar que los lectores acudan como moscas al reclamo de unas páginas tan deslenguadas y faltonas, llamadas a hacer las delicias de los correveidiles. Si bien a ningún seguidor de Marsé puede sorprender esta vena gamberra, políticamente incorrecta de su talante. Baste recordar los artículos que integran Confidencias de un chorizo y Señoras y señores. O los dardos que Marsé era aficionado a soltar tanto en sus entrevistas como en sus novelas y relatos.

Me imagino a Marsé sonriéndose entre líneas mientras revisaba, ya muy maltrecho, la transcripción. Un último petardo antes de dejar la fiesta. Que se enteren algunos.

Es muy probable que, de no haberlos confiado Marsé a los editores, unos materiales como los que aquí se ofrecen hubieran permanecido inéditos indefinidamente, por mucho que, en su biografía (Mientras llega la felicidad, Anagrama, 2015), Josep Maria Cuenca haga una descripción del diario y cite algunos extractos. ¿En nombre de qué dar estos materiales a la luz, cuando esa luz está destinada a provocar tantos resquemores y a iluminar aspectos no siempre favorecedores del escritor, sin añadir nada sustancial a su obra?

Era imposible dejar de hacerse esta pregunta durante unos trabajos de edición en los que se ha tratado de presentar los textos con máxima pulcritud, sin censuras, equipándolos de forma que el lector sea capaz de alcanzar y contextualizar el mayor número posible de alusiones tanto a personas como a hechos históricos y circunstancias particulares de la vida del escritor. De este modo, el documento de vida que constituye Notas para unas memorias que nunca escribiré se convierte, a su modo, en un documento de época, y brinda un acercamiento tangencial pero muy revelador a una personalidad esquiva, a sus posicionamientos tanto ideológicos como sentimentales, y sobre todo a la relación que mantiene con su propia obra y con la escritura.

¿Por qué Marsé consintió en publicar estos materiales? El aliciente económico no puede ser la respuesta, o al menos no la única. En cualquier caso, se auparía a esa indiferencia respecto a dejarse ver como uno mismo es tan propia de quienes enfrentan la vejez sin vanidad ni coquetería. Pero sobre todo —me da por especular— intervendrían en su decisión las ganas de cantar las cuarenta antes de abandonar la partida. Un último petardo antes de dejar la fiesta. Que se enteren algunos.

Me imagino a Marsé sonriéndose entre líneas mientras revisaba, ya muy maltrecho, la transcripción tanto del diario como de las libretas, decidiendo qué dejaba y qué no. Él mismo se autorretrató hace ya mucho vestido de diablo, “ceñudo, maledicente, la pupila desarmada y descreída”. Ya entonces decía estar “pertrechado para irse al infierno”, dejando la puerta sin cerrar y diciendo “Abur” por toda despedida.