Ensayo

El África fantasmal

Michel Leiris

7 febrero, 2008 01:00

Trad. T. Fernández/B. Eguíbar. Pre-Textos, 2007. 840 pp., 45 e.

"Escribir un libro de viajes... ¿No es, en verdad, una apuesta absurda se mire por donde se mire?" asegura Leiris en una de las entradas de este diario africano, burlándose de los occidentales que viajaban al continente negro trasladando consigo su decepción de Occidente. Ciertamente lo es, pero no al modo en que lo plantea el autor. Este fascinante diario, que abarca cronológicamente de 1931 a 1933, y geográficamente de Dakar a Yibuti (del Atlántico al Mar Rojo), es el testimonio de la expedición etnográfica que contribuiría más tarde a la creación del Musé de L’Home en 1937, donde Leiris trabajaría como etnógrafo hasta 1971.

El primer -y llamativo- acierto de este diario es la perspectiva desde la que se sitúa el autor, rectificando el punto de vista que hasta entonces había tenido la posición del etnógrafo (un examen desligado de su objeto, de pura delectación estética o curiosidad etnográfica) a una peculiar simpatía, una "fraternidad militante" con los personajes que constituyen el objeto de su estudio. El áfrica que recorre Leiris en el periodo de entreguerras no era ya el áfrica de los primeros exploradores, ni tampoco el del Conrad de El corazón de las tinieblas, sino un áfrica que en cierta medida ya había perdido su mitificado prestigio. Por primera vez, amo (colono) y siervo (esclavizado) comienzan a mirarse como verdaderos iguales. El colono comienza a asquearse, el siervo ya no es tan sumiso. "Qué decir frente a estos prisioneros a los que queremos hacer entrar a la fuerza en el corsé de nuestra moral y a quienes empezamos y terminamos por encadenar..." se pregunta Leiris, quien por su parte adopta ante ellos el papel de la camaradería de quien ha dejado de aspirar al papel romántico del blanco que en un salto generoso desciende del pedestal en el que le ha situado el prejuicio de la jerarquía de las razas, para ponerse del lado de los hombres aún situados al otro lado de la valla. Y sin embargo el libro no elude ni la brutalidad, ni el salvajismo de ambas partes. A los abusos de los colonos se superponen las violentas costumbres de los autóctonos (ablaciones, circuncisiones que terminan en tragedias), a la incontestable belleza de algunos de los paisajes (es rabiosa y hasta divertida el ansia con la que el autor huye del "pintorequismo") la tristeza de quien viaja y vive simultáneamente en dos mundos, la patria que ha abandonado y el mundo que descubre. El estilo de Leiris, que en muchos rasgos es el propio de un dietario, baila entre la fascinación y el cansancio, el agobio por las peripecias del viaje, el cinismo y la camaradería más sincera. Son de una honestidad desnuda las reflexiones sobre el erotismo que van punteando el texto, a medida que el autor va sintiéndose cada vez más cerca de comprender su contexto, y muy interesante la forma en la que lo que inicialmente es tan sólo un desagrado teórico por el colonialismo va convirtiéndose en un odio visceral que no teme aplicar a sí mismo: "Cada vez soporto menos la idea de la colonización. Recaudar el impuesto, ése es el único objetivo. Pacificación, asistencia médica, sólo tienen un fin: recaudar el impuesto".

Pocas veces se tiene ocasión de sumergirse en un diario tan honesto, tan difícil y tan fascinante como el de Leiris. Y sin bien es cierto que podría haberse editado mínimamente para ahorrar al lector algunas entradas que han perdido interés y rebajar así su volumen, también lo es que su extensión da cuenta de un transcurso lento del tiempo, antioccidental, que es uno de sus mejores atractivos.