Image: India, Vagón 14-24

Image: India, Vagón 14-24

Ensayo

India, Vagón 14-24

Ignacio Carrión

10 abril, 2008 02:00

Viajeros en un vagón de tren de la India. Foto: Archivo

Editorial Rey Lear. Madrid, 2008. 200 páginas, 19’50 euros

En el prólogo de India, vagón 14-24 Ignacio Carrión afirma con lucidez que "lo más complicado de un viaje no es casi nunca el viaje, sino la decisiones que le preceden", y que lo más placentero de un viaje es contarlo. En ese caso éste es un viaje excelentemente contado. Cabría decir también que lo que mejor está contado en este viaje es, precisamente, lo que al propio autor se le escapa, es decir, la forma (¿qué otra cosa es si no, un viaje?) en que el viajero que fue cuando tenía 35 años y se subió a un vagón alquilado para dar la vuelta a la India, va viéndose modificado por lo que observa. Hay un segundo viaje aquí, apenas perceptible, el del joven arrojado y un tanto presuntuoso, pero listo y perceptivo, que se va desoccidentalizando a medida que avanza y que en las últimas páginas tiene algo de la humildad del paisaje, del calor, de la sordidez y de la belleza, de la mugre y de la incomprensible espiritualidad de la India. Carrión, en este texto publicado por primera vez hace treinta años y rescatado ahora por la editorial Rey Lear, demuestra lo que ha venido demostrado más tarde en textos como La hierba crece despacio, que es un excelente contador de la vida. Y no decimos, a posta, narrador. Este viaje a la India se lee como un viaje contado, en parte gracias a un peculiar uso del estilo indirecto libre, que hace que el texto tenga la frescura de un café con un amigo macilento tras cuatro meses de baqueteo por la India. Porque si bien no todos hemos tenido la oportunidad de ir a la India, al menos casi todos conocemos a alguien que lo ha hecho. Y todos los que vuelven, como las familias felices de Tolstoi, tienen algo en común; parece que se hubieran bajado de una montaña rusa.

Queda bien descrita, en palabras de Mark Twain, el primer rasgo de esa montaña rusa: "para los indios toda vida parece sagrada menos la vida humana". Que en muchas ocasiones el viajero no sepa con certeza si lo que siente es tristeza o felicidad, fascinación o desagrado es un rasgo destilado de esa primera impresión. La comitiva occidental a la que se une para cruzar la India pronto deja de interesar al narrador de este viaje. Desde la imagen del loco de Benarés que grita desquiciado mientras se arranca pelos del pubis, pasando por la bailarina de "streaptease" del cabaret del hotel Sealord que se despoja de sus múltiples bikinis superpuestos sin llegar a quedarse jamás desnuda, los cadáveres flotantes del Ganges, y una peculiar galería de personajes perdidos, como el mexicano Mali en Madrás, o el guía Basueya, al que inunda la desolación porque su cliente no ha podido ver un tigre, el narrador se desliza, la mayor parte del tiempo anónimo, como cualquiera de nosotros occidentales podríamos viajar, desfallece de agotamiento tras la sombra de cualquier árbol, o pregunta un poco tontamente dónde durmieron los Beatles.

Tal vez el mejor acierto del libro sea esa engañosa falta de pretenciosidad para acercarse a la India, y ese sincero cambio de voz que va poseyendo al protagonista. "El ciego sigue gritando su quejido, samí, amí, amá, amá y tiembla con las manos juntas y da la impresión de que su cuerpo no es de carne y hueso sino de astillas y vidrio, cada vez grita más fuerte samí, amí, amá, amá hasta que el autobús se pone en marcha y él queda atrás envuelto en una nube de humo". Al final todo el paisaje queda como en ese anciano, sumergido en una fantasmagoría persistentemente real en la que un Rickshaw toca mil veces el timbre sin que nadie se aparte, un vendedor grita sin que nadie le atienda, un niño llora sin que nadie vaya a acariciarlo. "El reportero preguntó al Mahatma Gandhi, ¿Qué opina usted de la civilización occidental? Y Gandhi respondió: Creo que sería una buena idea".

"Bombay ya no es una isla. Antaño estuvo compuesta por muchas islas, tal como le gustaba recordarnos al señor Bhagwan. Achicaron el mar y en su lugar vertieron rocas y tierra. Muros, diques, terraplenes, carreteras elevadas enlazaron las islas separadas de Worli, Parel, Mahim y Colaba y finalmente la tierra engulló el agua que separaba esta ciudad del continente. Y sin

embargo el mar está en todas partes (...).

Aquí no hay bañistas bronceándose, ni sombrillas de rayas, ni novelas de bolsillo".

(A. Vakil, El chico de la playa)