Image: Mi querida hija Hildegart

Image: Mi querida hija Hildegart

Ensayo

Mi querida hija Hildegart

Carmen Domingo

15 mayo, 2008 02:00

Hildegart. Foto: Archivo.

Prólogo de Almudena Grandes. Destino. Barcelona, 2008. 332 páginas, 20 euros

Carmen Domingo (Barcelona, 1970) reconstruye un episodio de la Segunda República en el que se entrelazan la crónica de sucesos y la disputa política e ideológica, el asesinato de Hildegart Rodríguez, de 18 años, a manos de su madre, Aurora Rodriguez Carballeira en junio de 1933. A partir de ahí recorre las biografías de ambas, que en realidad constituyen, por el estrechísimo vínculo que las unía, una misma historia de vida. Ciertamente, lo sustancial del trabajo va más allá del simple parricidio, por morbosas y poco descifrables que resulten las circunstancias que lo precipitaron. La autora se sirve con habilidad de esta pequeña historia para, tirando de los hilos que la trenzan, dibujar su visión de la Segunda República. Sobre todo como ámbito de eclosión de los derechos femeninos y plataforma crucial en el gran impulso que adquirió la mujer en la vida pública. Y lo hace a través del estudio de la labor publicística y política de Hildegart y su madre, del papel de ambas en la disputas ideológicas del momento en torno al debate sobre la eugenesia coactiva, en boga en el primer tercio del siglo XX, y la participación de aquélla en la política, primero en el PSOE y luego en la extrema izquierda, decepcionada por la tibieza de la acción del Gobierno Azaña.

Aurora, conforme a las ideas eugenésicas adquiridas de forma autodidacta, concibió a su hija con el objeto expreso de convertirla en redentora de la humanidad. Siguiendo su instinto y experiencia, la educó de tal forma que la niña despuntó como un prodigio. Escribía a los dos años, acabó el bachillerato a los 14 y se licenció en Derecho a los 17. La madre ejercía un férreo control sobre ella. Rápidamente los progresos de Hildegart llamaron la atención pública por su preparación intelectual. El doctor Marañón y H. G. Wells destacaron sus excepcionales condiciones. Carmen Domingo no pone en duda la brillantez de Hildegart, aunque admite que parte de su proyección se la debía a su madre, que no estaba dispuesta a que nadie la separara de su hija. Los problemas llegaron cuando Hildegart quiso emanciparse de la asfixiante sujeción, pero Aurora la había modelado para un destino. Trató de apartarla de la política y que retornara al problema del saneamiento social, la profilaxis social, sexología, natalidad..., pero la hija rehusó. El crimen dejó conmocionada a la sociedad.

En el proceso contra la madre se contraponían dos posiciones enfrentadas en el ámbito de la psiquiatría española, la de los peritos de la fiscalía, que certificaban que los elementos paranoicos de su personalidad no la eximían, y los de la defensa, quienes, a pesar de que la acusada se vanagloriaba de su acción, no la consideraban dueña de sus actos. El enfoque de Carmen Domingo sobre el asunto sería adecuado si no tuviera el problema de que no es concluyente para el lector. Plantea el polémico juicio (mayo de 1934) en el marco de las luchas ideológicas de la época. La defensa quería evitar que se asociara el homicidio con la ideología eugenésica que postulaba la asesina en el juicio, como durante toda su vida, y así disculpar a las personalidades, médicos y psiquiatras, que profesaban dicha teoría, con los que Aurora se había relacionado a fondo. La acusación dejaba caer que las causas últimas de la personalidad psicopática radicaban en el "ambiente que le había inundado de ideas eugenésicas". El jurado popular condenó a Aurora a 28 años de prisión. Más tarde, una nueva evaluación psiquiátrica, a petición de las autoridades carcelarias, la condujo al psiquiátrico de Ciempozuelos, donde falleció en 1956.

Lo más objetable del acercamiento de la autora a esta historia es la idealización que subyace en todo lo referente a la Segunda República -la mayor parte de los avances que le atribuye pertenecen a la Restauración- y el tratamiento acrítico de la figura de Hildegart.