Image: Titanic. El final de unas horas doradas

Image: Titanic. El final de unas horas doradas

Ensayo

Titanic. El final de unas horas doradas

Hugh Brewster

6 abril, 2012 02:00

Reproducción de la escalinata del Titanic, que se exhibe, junto a 200 objetos reales del barco, en el Museo Marítimo de Barcelona

Traducción de Guillermo Sans Mora. Lumen. Barcelona, 2012. 416 pp., 21'90 e. Ebook: 14'99 e.

El material con el que trabaja Hugh Brewsteres riguroso, y viaja en el tiempo para explicar el drama, aunque la inmensidad del mito sea difícil de manejar.

El 15 de abril de 1912 los telégrafos del mundo entero se pusieron a repiquetear al unísono la noticia de la mayor tragedia náutica en tiempos de paz, la muerte de más de 1.500 personas que viajaban a bordo del gran transatlántico Titanic. Es difícil imaginar una tragedia más cinematográfica, un drama más propenso al morbo y a la fantasía rosa, un catálogo de tópicos mejor dispuestos. Casi se podría decir de entrada que la misma historia del Titanic tiene una cualidad tan obvia que su propia obviedad acaba funcionando como pantalla reflectora. Un lector de este libro de Hugh Brewster, casi tanto como un espectador de la taquillera homónima de James Cameron, no sé si de una manera muy consciente o no, quiere contemplar, antes que la tragedia del Titanic, su espectáculo. Tal vez en nuestra insistencia a la hora de hablar del Titanic hay una raíz un tanto perversa que consiste precisamente en eso: en desear no tanto el evento real como su espectáculo, no las cosas, sino su signo. Para que el drama se produzca debe, en primer lugar, seducirnos, el problema es que a quien entra en el Titanic puede muy bien pasarle lo que al visitante de la Catedral de San Pedro, tras el primer y casi obligatorio "oh" de rigor, tiene que sentarse con honestidad delante del teatro de su corazón y reconocer no sólo que no está tan emocionado como esperaba, sino que ni siquiera le parece tan grande. Al igual que en la Catedral de San Pedro a uno le tienen que estar recordando en el oído "lo grande que es todo esto" para que no lo olvide. Hugh Brewster lo hace en este libro utilizando los mismos recursos literarios que son necesarios para escribir un artículo en un suplemento dominical. Este voluminoso Titanic de Brewster es, en realidad, el Titanic de los artículos dominicales. Tiene, por tanto, las virtudes y los defectos de los artículos dominicales: uno se siente relativamente descansado al leerlo, sinceramente interesado, y uno tiene, al terminar, la sensación de haber pasado el rato y de no haber llegado a nada especialmente concluyente.

Brewster, como es lógico, se ve en la obligación de recordarnos que en los cuatro millones de mesas que había en el Titanic, había ocho millones de palilleros de dientes, que contenían a su vez cuatro trillones de palillos que se perdieron irremediablemente en el océano. El material histórico con el que trabaja Brewster es riguroso. Con frecuencia, sobre todo en la primera parte del libro, viaja a hacia atrás en el tiempo para explicar con detalle la dimensión social de muchos protagonistas de la catástrofe, sobre todo de los personajes más clásicos y reconocibles: el matrimonio de los Astor, Edith Rosenbaum, la díscola Molly Brown, el escritor Frank Millet, el tenista Karl H.Behr, el potentado Ben Guggenheim, etc. utiliza citas de los mismos testimonios de los supervivientes, fragmentos de las cartas y extractos de la prensa escrita de la época. Brewster tiene la habilidad del editor, sobre todo a la hora de incluir las citas en el momento apropiado y para seleccionar las más significativas. Tal vez sea esa, por encima de otros talentos, la virtud más clara del libro, pero esa rigurosidad que queda demostrada en la selección de las fuentes documentales -y que hace sospechar realmente un trabajo ímprobo de archivo- queda puesta en entredicho cuando el autor se siente capacitado para describir también los "sentimientos" de los personajes, anunciar cuándo y dónde sintieron miedo o a quien deseaban en la cubierta de primera clase. La impresión que da, viendo las fuentes documentales que el propio Brewster domina con tanta destreza, es que el material era más que suficiente para evitar sentirse en la necesidad de dar ese arriesgado paso.

La leyenda del Titanic, por supuesto, es más poderosa, y como en todas las leyendas poderosas la fantasía se desencadena desde el primer minuto de la narración. La investigación realizada por Brewster pone de manifiesto las muchas contradicciones internas que tenían entre sí los propios testimonios de los supervivientes. Contradicciones que en muchas ocasiones no trataban más que de enmascarar las tal vez no tan nobles circunstancias que les habían llevado a no ser un cadáver. Con cierta sorna Brewster comenta la ya clásica frase de Ben Guggenheim cuando comenzó el hundimiento: "Nos hemos puesto nuestras mejores galas y estamos dispuestos a hundirnos como caballeros" asegurando que según Etches, uno de los camareros de primera clase, Ben Guggenheim dijo aquella frase cuarenta y cinco minutos después de la colisión, cuando la mayoría de los viajeros aún no estaba en peligro y todavía no había partido ninguno de los botes salvavidas. No es posible saber con certeza, desde luego, si el señor Guggenheim hizo gala de aquella sangre fría cuando el barco se estaba yendo clara y definitivamente a pique. Lo más probable es que no fuera así. En ese sentido Brewster se toma la molestia de indagar un poco más en cuestiones menos "espectaculares" más psicológicas y menos comentadas, como el súbito odio que sintieron todas las supervivientes femeninas que había enviudado en la catástrofe contra los supervivientes varones, o el descaro con el que una de las supervivientes más célebres, Molly Brown, se burlaba de las decenas de episodios de falsa heroicidad y testimonios inventados con los que muchos supervivientes trataban de salvaguardar su dignidad. "Años después -recordaba el sobrino de uno de los supervivientes- la gente seguía diciendo: ah, sí, tu tío fue aquel hombre que se vistió de mujer para escapar del Titanic".

El libro se cierra con un muy interesante epílogo titulado "Vidas después del Titanic" en el que el autor hace un recorrido breve por el rumbo que tomaron las vidas de algunos de los supervivientes más célebres. El broche finalmente es casi lo mejor del libro. Aquí el Titanic vuelve a funcionar como grado cero de la tragedia, como la tragedia-más-allá de la cual nada puede pensarse. Desde el único superviviente japonés que aseguraba haber sido el último en abandonar el barco, hasta la camarera Violet Jessop que, tras sobrevivir al hundimiento del Olympic y el Titanic, tuvo que sobrevivir a otro tercer hundimiento más, el del Britannic, cada una de las vidas que apunta brevemente Brewster parece ser más fascinante que la anterior. Tanto los que huyeron de su fama como los que aprovecharon su impulso para comenzar una vida más ventajosa parecen estar basculando alrededor de ese eje imantado del Titanic y ya no poder separarse nunca de él. "Tengo tendencia a los accidentes -aseguraba una de las supervivientes más célebres, Edith Rosenbaum- me han pasado todas las calamidades excepto la peste bubónica y un marido". El Titanic quedó marcado en todas aquellas conciencias como el signo de que también lo más terrible (o tal vez sobre todo lo más terrible) puede suceder en cualquier momento y de que el exceso soberbia injustificada es la forma más eficiente de convocar la catástrofe.