Ensayo

Joselito, el verdadero

José Miguel Arroyo

13 abril, 2012 02:00

Espasa. Madrid, 2012

Al concluir esta autobiografía, organizada supongo por el periodista Francisco Aguado, pues como autor de textos se presenta, queda la sensación rotunda de que la vida es una mierda, pero que merece ser vivida. Es la tradición de la picaresca española, el arte de la supervivencia en las fronteras difusas de la ley. Esta, la ley, es, en definitiva, una cuestión de poder. Joselito el verdadero es una confesión valiente para lo habitual en estos casos donde se maquillan los elementos más procaces y malvados de una historia. Tiene el fondo de la picaresca, pero el estilo es demasiado plano y funcional. Se lee bien, sin embargo, y con la sensación de que un cierto pudor frena un último paso. Como si Miguel Arroyo, uno de los grandes de la tauromaquia, no se fuera al pitón contrario en algunas peripecias, como pudiera haberle ocurrido en tardes grises ante el toro. Es una sensación solo perceptible desde un imaginario de situaciones límites, de un activismo político o social de alto riesgo.

Se trata de un ajuste de cuentas contra la sociedad y ahí está lo turbador de este libro: un muchacho sin familia que reacciona con virulenta agresividad. Decía Umbral que se escribe mejor desde el rencor; escribir o torear. Un rencor que no excluye un compromiso de solidaridad colecticva. Joselito, el verdadero no es el relato de una transgresión burguesa de las normas burguesas: es una respuesta a la injusticia, la expresión primaria de una lucha de clases desde un lumpen que el marxismo ortodoxo siempre vio con recelo. Bien pudiera concluir en la frase con que Pascual Duarte, criatura de Cela, empieza sus memorias; "yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo".

A José Miguel Arroyo lo redimió el toreo y Martín Arranz, el director de la Escuela de Madrid, que aparece aquí con una personalidad dura e implacable; un líder despiadado con rigor cuartelero. Hay una insólita grandeza en Martín Arranz para educar a unos alumnos que, salvo excepciones, eran más que unos gamberros o unos pícaros; eran carne de reformatorio; aquella Escuela de Madrid, dio toreros como Lucio Sandin, Yiyo o Julián Maestro. O la terna más lograda y menos fatal de Joselito, Fundi y Bote. En la familia Arranz, que lo prohijó, y en el toreo halló Joselito su redención. De sus batallas en la calle, de su idea sombría de la vida mucho pervive en el torero de élite que se alzó de las cloacas. No era sólo un rebelde. Era un revolucionario instintivo sin ideología precisa: confrontación, como sujeto histórico de la libertad, con una sociedad injusta.

La descripción de su lucha por alcanzar la cumbre, su forja como torero, tiene parecido tono que su vida en la calle y sus trapicheos con la droga; pero común, más o menos, a todos los que quieren ser toreros. Hay, sin embargo, en la teoría y la praxis de la tauromaquia de Joselito, una filosofía más intensamente existencial; una búsqueda de sí mismo a partir de las experiencias en el lumpen y la amenaza de un destino incierto: la búsqueda de una luz emancipatoria entre los fogonazos hirientes de la droga y los chorizos. Su vida torera tiene el patetismo de su vida de adolescente urgido del triunfo como un destino inapelable. En ocasiones parece que el revanchismo llevara implícita la destrucción del adversario. Se salvan pocos. Su mito inaccesible es Curro Vázquez y su espina José Tomás en el cual se reconoce, aunque carente de su inhumano valor. Esto confirma la tesis que algunos defendimos: Joselito, raíz y precedente de Tomás. Joselito, ignoro si verdadero, pero en estado puro. Un ajuste de cuentas con la vida. Y la vida es muchas cosas: traiciones, agravios, desafíos, coraje, esperanza y... la prensa. Sobre ésta podía haber dicho algo más; como Camino y Ostos hicieron en su momento.