Jonathan Franzen

Farrar, Straus & Giroux, 2012. 312 páginas, 26 dólares



Phillip LOPATE

Como ya deberíamos saber todos, Jonathan Franzen (Chicago, Illinois, 1959) es un escritor serio que hace apuestas literarias muy altas, se siente incómodo con el consumismo televisivo estadounidense y es un autor cuyas dos últimas novelas, Las correcciones y Libertad, le han catapultado a la primera fila de la ficción estadounidense. Menos sabido es que también ha publicado obras de no ficción: Cómo estar solo (editado por Seix Barral en 2003), Zona fría (Seix Barral, 2008) y, ahora, una segunda colección de ensayos, Farther Away [Más Afuera].



Las obras de no ficción de novelistas destacados inevitablemente fascinan y arrojan luz sobre su mentalidad y práctica de la ficción, aun cuando dichos autores parezcan no dedicarse con toda su energía a un género que es su segunda opción. Saul Bellow, por ejemplo, escribía una ficción magníficamente ensayística, pero sus verdaderos ensayos palidecían al compararse con su obra narrativa; de manera similar, John Updike era un crítico siempre elegante, pero pocas de sus obras de no ficción impresionan del modo en que son capaces de hacerlo sus relatos o novelas. Naturalmente, ha habido excepciones, entre ellas Virginia Woolf y D.H. Lawrence o, en nuestra época, J.M. Coetzee y Cynthia Ozick. Los novelistas más genuinos, sin embargo, no sobresalen en el ensayo, y por una buena razón: están diseñados de otra manera. Y así llegamos a la última colección de ensayos de Franzen, que, aunque no sea tan sólida como sus novelas ni mucho menos, también tiene su atractivo, como podría esperarse de un escritor tan perspicaz y lleno de recursos.



El libro comienza con un discurso de licenciatura, "El dolor no te matará", que puede resumirse como: superen sus pensamientos obsesivos adolescentes; desconéctense de las redes sociales que promueven el narcisismo; oblíguense a salir de la habitación; relaciónense con el mundo natural (él eligió los pájaros) y sus congéneres humanos; intenten amar y acepten el sufrimiento y el caos que el amor trae consigo. Este mensaje, transmitido con un estilo coloquial a la clase que se licencia y de una manera más apremiante en el resto de la obra, está presente en toda la colección de ensayos. El escritor no se avergüenza de predicar una moralidad simple; puede ser al mismo tiempo erizo y zorro, y aquí es a menudo el erizo, con unas convicciones extraídas de las crisis personales y las lecciones aprendidas. Esas crisis, sobre las que habla sin tapujos, fueron consecuencia del fracaso de su matrimonio de juventud y de la depresión, la culpa y la vergüenza consiguientes. Su éxito en la superación de la angustia se plasma aquí en lo que podríamos llamar una narrativa de curación.



No es casualidad que diese el discurso en Kenyon College, el mismo escenario en el que David Foster Wallace había pronunciado su famoso discurso de licenciatura varios años antes. En estas páginas se siente la presencia de Wallace, cuyo suicidio fue un duro golpe para el autor, buen amigo suyo. En el ensayo del título, Frenzen se marcha a una isla del sur del Pacífico para observar las aves, a fin de recuperar su sentido de la identidad después de una extenuante y aburrida gira de promoción de un libro y para permitirse sentir, mediante el aislamiento impuesto, la plenitud del dolor que había estado manteniendo a raya. La viuda de Wallace, Karen, le había entregado al escritor una parte de las cenizas de su marido para que las esparciera en la hermosa isla. Aunque Franzen se burla de sí mismo por hacer de Robinson Crusoe, este es funda- mentalmente un ensayo solemne y sombrío, con fallos, demasiado atenuado por la redención que proporciona automáticamente (misión cumplida: llora y esparce las cenizas), excesivamente truncado para procesar todas las emociones turbias que se ocultan bajo la superficie.



"Una vez, cuando conducíamos por los alrededores de la playa Stinson, en California, me paré para mostrarle una vista telescópica de un zarapito de pico largo, una especie cuya magnificencia a mí me resulta evidente y reveladora. Miró por el telescopio dos segundos antes de darse la vuelta con aburrimiento patente. ‘Sí', dijo, con su peculiar tono de hueca cortesía, 'es bonito'. En el verano anterior a su muerte, sentado con él en su patio mientras fumaba cigarrillos, yo no podía apartar los ojos de los colibríes que revoloteaban alrededor de su casa y me entristecía que él sí pudiera, y mientras dormía sus siestas profundamente narcóticas por la tarde, yo estudiaba los pájaros de Ecuador para un viaje próximo y comprendía que la diferencia entre su incontrolable sufrimiento y mis controlables insatisfacciones era que yo podía evadirme con la alegría de los pájaros y él no".



Uno puede interpretar esto como un pasaje compasivo y al mismo tiempo maliciosamente complaciente. Franzen admite valientemente que compite con Wallace, pero no puede reprimir comparaciones similares a su favor, como: "Era la hora de aceptar la finitud y la inconclusión y renunciar para siempre a ver ciertos pájaros, que la capacidad para aceptar esto era un don que yo había recibido pero mi querido amigo muerto, no". También está el ocasional lenguaje anticuado del ex estudiante de posgrado: "Si el aburrimiento es el suelo en el que germinan las semillas de la adicción, y si la fenomenología y la teleología del suicidio coinciden con las de la adicción, parece justo decir que David murió de aburrimiento".



Estas son algunas de las razones, creo, por las que los ensayos de Franzen no están a la altura de su ficción. Aunque su prosa siempre es convincente, no es un escritor de oraciones elegantes. Los ensayos someten las frases a una clase de presión diferente, al exigir más compresión e ingenio aforísticos. Sus novelas funcionan mejor mediante la acumulación paciente de los detalles sociales y el desarrollo de los personajes.



La colección incluye un encantador ensayo personal, "Solo llamaba para decirte que te quiero", que empieza como un sermón malhumorado contra los usuarios de teléfonos móviles, que se inmiscuyen en su espacio público con sus "te quiero" privados, y se transforma en un conmovedor retrato de sus padres. Hemos conocido a estas dos personas antes, más o menos, como Alfred y Enid, los padres de Las correcciones, y el autor vuelve a escribir de manera maravillosa sobre su estoico padre y su excesivamente efusiva madre. También hay varios textos periodísticos curiosos de reportajes de ecoviajes, uno relacionado con la matanza de aves en el Mediterráneo y otro con los esfuerzos de los observadores de aves chinos en un país que se enfrenta a una tremenda pérdida de hábitats.



Franzen rinde tributo, en una serie de reconocimientos elegantes, a algunos escritores extravagantes e injustamente olvidados: James Purdy, Donald Antrim, Paula Fox, Frank Wedekind (¡ojalá no intentara vendernos a Wedekind como un proto-roquero!). También sostiene que la gran escritora de relatos Alice Munro no ha visto reconocidos sus méritos. Estas muestras de cariño demuestran su generosidad y amor por la ficción, así como su propia preferencia por lo moralmente complejo frente a lo sentimental. La lucha por ser un buen ser humano, frente a las presiones del solipsismo y el narcisismo, se deja ver en cada página de estos ensayos, lo cual ofrece como mínimo una reveladora crónica de la batalla que se libra en el interior de la conciencia de uno de nuestros grandes novelistas.