Miguel García Baró. Foto: Archivo

Trotta. Madrid, 2012. 221 páginas. 14 euros

Tras su estimulante recorrido por la obra de alguno de los grandes de la filosofia griega , García-Baró (Madrid, 1953) opta ahora por ofrecer a sus lectores un intenso cuerpo a cuerpo con dos contemporáneos, Unamuno y Ortega, a los que con razón se caracteriza como momentos decisivos de la construcción y evolución del pensamiento español del siglo XX. Es más, García-Baró no duda en afirmar que en el Prefacio al libro más sobreinterpretado de Ortega, Meditaciones del Quijote, se expone nada menos que el programa mismo de la filosofía española. El salto temporal de la Grecia clásica a la España del siglo XX no impide, por otra parte, la continuidad metodológica. Todo lo contrario. La aproximación del autor a nuestros dos grandes filósofos lo es con la ayuda de dos principios sustanciales y hermeneúticos, de gran prestigio en la Academia: la unidad y la evolución de la obra.



Lo que confiere particular interés a esta publicación es, no obstante, su objeto: el Ortega "de antes" de Ortega -esto es, el Ortega casi adolescente, que se encontraba ante la decadencia, incluso ante la muerte, de su pueblo- y el Unamuno "de antes" de Unamuno, a los que rescata con innegable originalidad. Se trata del Ortega que importa especialmente al autor, aunque no se limite a él: el Ortega que protagonizó el primer encuentro de la filosofía española con la fenomenología, a la que el filósofo madrileño llegó ya en Alemania, donde comenzó a formarse en círculos neokantianos (Cohen, Natorp).



En estas páginas nuestro autor se confronta, pues, con los primeros ensayos orteguianos. Viaja con entusiasmo al Ortega definible como un "verdadero liberal a la altura de los tiempos que es a la vez socialista y poseedor de una visión radicalmente nietzscheana de la vida y la historia", aunque modulado de acuerdo con la clave de una "tarea histórica" concreta: la pedagogía social. El Ortega anterior a sus decisivos viajes a Alemania, que leía con devoción a autores franceses y, sobre todo, a Renan.



Es de agradecer la claridad y el estricto respeto a los textos con que García-Baró descifra y reconstruye la debatida cuestión del socialismo culturalista juvenil de Ortega, de acuerdo con el cual "nadie que pertenezca a la sociedad... está excluido de la creación de cultura, por modesta que sea su aportación". El encuentro, decisivo para el autor, de Ortega con Husserl representa un momento culminante del libro. En cuanto a Unamuno, cuya honda polémica con Ortega, que fue, en realidad, quien la abrió y la sostuvo, ocupa una parte importante del libro, García-Baró no es menos original. Se apoya en lo que cree que es una de las claves de la "enseñanza principal" de Unamuno: la creencia en que sólo "apurando las heces del poder espiritual puede llegarse a gustar la miel del poso de la copa de la vida". La congoja nos lleva al consuelo. En las páginas, de rara intensidad, dedicadas a la superación del Cristianismo, nuestro autor razona que Ortega habría abandonado, en su camino hacía su teoría de la vida como realidad radical, la congoja, por considerar que desde esa perspectiva difícilmente podría considerar y describir fenómenos yde mucho más peso. Y de mayor enjundia filosófica.



En el capítulo final sobre Zubiri, Ortega es presentado y debatido ya como el "maestro en fenomenología" del autor de "Naturaleza, Historia, Dios". Y en este nuevo contexto nuestro autor describe el papel histórico de la fenomenología en los ensayos orteguianos de 1913. No todos los orteguianos dan tanta importancia a la presencia de motivos fenomenológicos centrales en Ortega. Ni la ven tan determinante. Sea como fuere, Baró juega sus cartas con la pericia de un maestro.