Traducción y postfacio de Isabel Lacruz. Ed. Funambulista. 203 páginas, 15'50 euros



"Todas las cartas de amor son ridículas", hizo decir Pessoa (1888-1935) a su heterónimo Álvaro de Campos en un conocido poema, poco después de que se interrumpiera la correspondencia que mantuvo con quien, a decir de los biógrafos del poeta portugués, fue su único amor, Ophélia Queiroz. Fue ésta una empleadilla de las muchas que trabajaban en las oficinas de La Baixa, el barrio de negocios de la capital portuguesa. El poeta la conoció cuando la muchacha, que a la sazón tenía 19 años, fue a pedir trabajo en la misma empresa en la que el poeta ejercía, en unas condiciones "flexibles" -es decir, sin horas fijas- el nebuloso cargo de empleado de la correspondencia extranjera.



Conocemos bien sus rutinas de entonces -en especial, gracias al relato que de ellas hace su heterónimo Bernardo Soares en El libro del desasosiego-, y por eso causa cierto asombro que este dechado de soledad pudiera abrigar -o "fingiese", diríamos-, aunque no fuera más que por dos periodos de apenas unos meses, separados por un intervalo de años, la pretensión de amar a una mujer sencilla y convencional, que no deseaba otra cosa que casarse con el poeta.



La ilusión duró apenas unas semanas. Los biógrafos de Pessoa dicen que la primera crisis sobrevino cuando el poeta recibió la noticia de que su anciana madre regresaba de Durban para instalarse en Lisboa. El desencantado amante se desdobla entonces en dos figuras antagónicas: una juega a continuar la ficción del noviazgo; la otra, que se deja aconsejar por el ficticio Álvaro de Campos, e incluso cede a éste la palabra, asume el agresivo cinismo de su heterónimo y zahiere a la desconcertada muchacha, a la que hace receptora de confesiones no pedidas, o de declaraciones solemnes sobre el altísimo destino que este hombre de vida humilde y solitaria sabía aparejado a su vocación.



Por eso, porque sabemos que esas expectativas sobre la propia valía no eran en absoluto infundadas, no podemos reírnos de lo que, en su momento, debieron de parecer meros desvaríos de neurasténico. La propia muchacha debió de entenderlo así: en los muchos años en que sobrevivió a Pessoa -Ophélia murió a los 92-, esta mujer asumió su condición de única enamorada conocida de quien se había convertido póstumamente en gloria nacional; y, en consecuencia, no tuvo inconveniente en dar a conocer el trazado general de su relación.



El soporte material de esa historia son estas cartas. Ridículas, sí, porque en ellas el poeta se expresa como un niño -salvo cuando cede la palabra al intratable "ingeniero" Álvaro de Campos-; y porque la historia que cuentan no es la de una gran pasión, sino la de un mediocre noviazgo casto y sin expectativas, en el que no faltan escenas de celos, arrebatos de dignidad herida y otros dengues escénicos del amor que ni va ni viene. Literariamente, sin embargo, estas cartas tienen cierto interés. Dan cuenta de la circunstancia humana del poeta en dos periodos claves de su vida (marzo-noviembre de 1920 y septiembre-enero de 1929-30), e ilustran en qué medida algunos rasgos de su creación literaria -el desdoblamiento de la personalidad, el interés por el ocultismo, la conciencia de la propia fragilidad anímica y mental- obedecían a incuestionables realidades vitales.



Humanamente, quizá, estas cartas apenan un poco, y a ratos irritan. No es grato ver cómo las grandes inteligencias que admiramos se alzan a veces sobre circunstancias tan anodinas. De las que rodean a esta correspondencia no tendríamos, quizá, ni que habernos enterado: el poeta mantuvo toda su vida una absoluta discreción al respecto. Ahora nuestra curiosidad arroja esta cruda luz niveladora sobre su existencia. Y seguimos queriéndolo, pese a todo.