Benedicto XVI
Desde ayer, Joseph Ratzinger ya es papa emérito. Su renuncia, que ha conmocionado al mundo entero, invita a reflexionar sobre su relación como intelectual con la cultura europea del siglo XX, de la mano de uno de los especialistas que mejor y más profundamente conocen su obra, José Andrés-Gallego.
La cosa es que los progres no siempre lo son de familia. Ratzinger pertenece a una especie de ser humano que debería resultar familiar a los españoles. Es un bávaro de pueblo, excepcionalmente inteligente y fino, pero formado en el mismo catolicismo en que se formaron guipuzcoanos y navarros -más que andaluces o murcianos-, irlandeses, bergameses en Italia y bretones en Francia antes del Concilio, en la primera mitad del siglo XX y algo más. Yo conocí tarde esa forma de ser y confieso que todavía me admira y me confunde. Algunas de esas regiones son las más descristianizadas actualmente. Pero, en la época en que Ratzinger se formó, eran verdaderas potencias, de cada una de las cuales -y no sólo de una- se decía que era la reserva espiritual de Occidente (igual que en todas ellas se hablaba de la conspiración judaicomasónica). Guste o no, de esos medios salieron muchos de los teólogos que dieron la vuelta al calcetín de la historia de la Iglesia en los años sesenta del siglo XX. Ratzinger decía hace poco de ellos -y, entre ellos, él mismo- que estaban convencidos de que la Iglesia se había equivocado al afrontar el caso Galileo y había llegado la hora de acabar con esa actitud. Y acabaron, la verdad sea dicha.
El joven progre que era Ratzinger en los primeros años sesenta tenía fama por la sencillez y la imperturbabilidad con que revisaba públicamente cosas tan serias como los fundamentos históricos que sirvieron de base al dogma Extra Ecclesia nulla salus ("Fuera de la Iglesia no hay salvación"). Llenaba la sala. Pero le sorprendió el vendaval del 68. Vio que las raíces de aquella ebullición estudiantil eran sumamente profundas.
Es posible que pensara -como señaló de inmediato el dominico Le Guilhou (otro progre de entonces)- que era, en realidad, un rebrote de gnosticismo, quizás el enemigo número uno del cristianismo desde el siglo II a nuestros días. Desde ese punto de vista, lo que se impuso desde el 68 no fue el revés del catolicismo conservador, sino algo así como el regreso a los cultos propiciatorios al dios sol o a la diosa luna, la de la fertilidad, ahora con la mediación de un demiurgo, que sería Jesús. Así que el 68 de Ratzinger fue la Introducción al cristianismo, quizás el libro más valiente del Postconcilio, desaconsejado inmediatamente -cuando no prohibido- en asociaciones católicas de muchas campanillas. Fue la expresión de un hombre que -imperturbable siempre- seguía en sus trece: ni aceptaba retroceder a doce ni pasarse a catorce. Quizá sea un libro para el día de hoy, más aún que para hace medio siglo.
Ante el 68, Ratzinger pudo ser lo más parecido a un católico que una de dos: o diera marcha atrás o se dejara llevar por la ola. Pero fue exactamente eso -esas dos cosas- lo que no hizo. Tozudo, imperturbable, sencillo y silencioso, dijo que lo que entonces tocaba era adecuar los comportamientos cristianos a los nuevos tiempos de manera que fuesen nuevos tiempos cristianos. Luego vio desmoronarse el mismísimo cristianismo bávaro y, mientras Juan Pablo II decía que estamos en una primavera de la Iglesia, Ratzinger afirmaba que las cosas volvían a su ser y que su ser consiste en que el cristiano es un fermento y, por tanto, muy poca cosa, acaso muy pocos en número. Para mí que no se contradecían, sino que el cardenal miraba a Europa y el obispo polaco miraba el mundo entero. A Ratzinger, quizá, le traicionaba su magnífico clasicismo germano. Es -él mismo- un clásico que rebosa de herencia del cristianismo grecorromano. Yo me apunto al semítico; pero comprendo que eso es completamete indiferente a quien lea esto; así que evito el argumento.
La obra teológica de Joseph Ratzinger está, en gran parte, dispersa en multitud de volúmenes especializados. En diciembre último, sin embargo, se anunció la publicación de sus Obras completas, en castellano, en la BAC. Aparecerá primero el tomo XI, sobre liturgia. Recuérdese que el cambio provocado en el Concilio Vaticano II se debió, en buena parte, a que empezó precisamente por la liturgia. Los sucesivos cargos vaticanos frenaron su labor de creación teológica. Pero logró publicar unas breves memorias (Mi vida, Encuentro, 1997), de lectura muy agradable, y una trilogía sobre Jesús de Nazaret (2007-2012), más teológica que biográfica, de redacción muy clara. En 2010, se había publicado una larga entrevista que le hizo Peter Seewald, Luz del mundo (Herder), que es quizá la obra más cercana a los problemas comunes a la gente de nuestro tiempo, por su claridad expositiva, la amplitud del abanico de temas que trata y lo incisivo de las respuestas.
El periodista Seewald cuenta que le preguntó una vez si se creía al final de lo antiguo o en el inicio de lo nuevo y respondió: "Las dos cosas". Tal vez no creyó prudente decirle que todos somos ambas cosas y que lo más sensato es saberlo, aceptarlo y sacarle partido. Probablemente es eso lo que late detrás de su renuncia. No tiene fuerzas para sacar más partido a su personal combinación de lo viejo y lo nuevo. Es una pena, porque para mí que, si hubiese podido, habría revisado la forma de ejercer la autoridad de obispo de Roma (digo "el ministerio petrino"). No olviden que, cuando era prefecto de la Congregación vaticana para la doctrina de la fe, en el año 2000, brindó a los ortodoxos una declaración en la que se comía el Filioque, la manzana de la discordia. Mucho más que las que suelen traerse a cuento, ésa -la revisión de la forma historica de ejercer la autoridad de Pedro- es una tarea imprescindible (y prioritaria) para devolver la unidad a la Iglesia. Pero, claro, uno no es Ratzinger ni el Espíritu Santo y, por tanto, cabe hacer caso omiso de lo que acabo de proponer al próximo obispo de Roma.