Ignacio Gómez de Liaño. Foto: Enrique Calvo

Siruela. Madrid, 2013. 1.751 páginas, 58 euros



Una de las constataciones que extraemos de la lectura de las casi dos mil páginas de este Diario -alusivas solamente a seis años clave- es la efervescencia intelectual de Madrid, frente a los tópicos de ciudad oscurantista, ajena a la universalidad cultural y al tan loado protagonismo de Barcelona. Hay que comprender el testimonio que supuso la vida de un joven como Ignacio Gómez de Liaño (Madrid, 1946), al que aplicarle el calificativo de filósofo no basta, pues su afán de universalidad y de conocimientos innumerables, nos conducen a muchos temas en los que ha sido un avanzado y tenaz difusor. Y siempre el latido de la vida desde la heterodoxia, fundiendo conocimiento y realidad, conducen también a que este Diario sea un hermoso homenaje al ser humano, a las amistades, a nombres -unas veces notorios, otros anónimos- que revelan la capacidad de comunicación del autor.



Tanta inquietud pudo arrancar de aquella Universidad Complutense de Madrid que ya nos había mostrado su efervescencia cuando la "manifestación de los catedráticos" estalla y es dispersada entre las Facultades de Medicina, Agrónomos y los comedores universitarios. Pero Liaño enfoca el arranque de su Diario en la escuela de Arquitectura, en 1972, cuando él ya era profesor (a contracorriente), aunque siempre pesarán más la vida y la cultura que las tensiones políticas, que él trata exquisitamente, aunque las padeciera. Sí fue precoz su actividad intelectual (por ejemplo desde el Instituto Alemán, donde yo lo encontré a finales de los años 60 hablando de "poesía concreta"). La cultura se impone en él, ante cualquier sectarismo o ceguera social, con lecturas, proyectos artísticos y literarios, amistades, diálogos. De ahí el protagonismo de Madrid -con sus cafés, librerías, museos- durante esos seis años en los que Liaño mirará también fuera de nuestras fronteras. Nacen los viajes. Fulge París. Necesidad que respondía al clamor de una exigente sensibilidad intelectual, a un gran afán de libertad (no sólo política, de la que también se nos ofrecen muestras). Ante recuerdos como la creación de los Premios de la Nueva Crítica o un concierto en la catedral de Berna de "El Arte de la Fuga" de Bach, la memoria del autor puede ser nuestra misma memoria, pero acompañados por una inquietud social, intelectual y trepidante, que los contemplativos no poseemos.



No es posible abordar este Diario (que no Memorias) sin reparar en la obra total de Liaño. Los anexos que acompañan a cada año con originales y radicales ensayos, la profusa presencia de ilustraciones y proyectos multiculturales (¿estamos ante el Diario de un pensador o de un artista?, puede preguntarse el lector), nos obligan a valorar algo más que datos, encuentros, personas (siempre muy jóvenes e inquietas). Giordano Bruno y Alciato, Los juegos del Sacromonte o su novela Arcadia, reposan también en nuestra memoria de entonces, pero otras obras suyas llegarán torrencialmente. Recordaré sólo títulos cimeros: El camino de Dalí, El círculo de la sabiduría, Filósofos griegos, videntes judíos, Iluminaciones filosóficas, Sobre el fundamento o Breviario de filosofía práctica. El pensamiento iniciado es el centro de su estética, pero no olvidemos su teatro (Hipatia, Bruno, Villamediana), el ensayo sociológico (Recuperar la democracia), su poesía (Carro de noche, Poesía 1972-2005) o la reciente y valiosa novela Extravíos.



Luego, leyendo las páginas de este Diario, a mí me resulta imposible aproximarme a sus páginas sin recordar -en parte, claro- las confluencias y sintonías amistosas de una generación, nuestros propios inicios, a través del periplo que Liaño sigue: Madrid, París, Londres, Italia y, enseguida (y, en mi caso, gracias precisamente a sus consejos y advertencias previos) la isla de Ibiza. Quedan así señalados los espacios primeros y vitalmente más fecundos de la iniciación, aunque hay páginas centrales -los viajes a Italia y a Grecia- en las que el Diario quiere tornarse en Memorias, pues la prosa se remansa, se piensa la naturaleza, se decantan afectos. El viajero es ya un joven iniciado, pues su recorrido vital es un viaje hacia sí mismo, hacia el propio conocimiento. Vendrán luego -espero- otros viajes y Diarios: la llamada de Oriente.



Y no olvidemos sus sueños, sus vivencias estivas y familiares en Peñaranda, en tierras salmantinas, donde en un ocaso fogoso, se abría su novela Arcadia. Son las raíces de la tierra y del ser, de donde sólo puede brotar, como Miguel Torga decía, lo más universal. Extraordinario y desmitificador testimonio el de estas páginas frente a tanto tópico y grisura del ayer y frente al vacío social e intelectual de hoy. Sin duda, un buen estímulo su lectura para los jóvenes de nuestros días.