Fernando Savater. Foto: Santi Cogolludo

Anagrama. Barcelona 2013. 96 páginas. 11'90 euros



Hace tiempo que quedó demostrado que el teatro no es una rama de la literatura, como enseñaban los viejos manuales. Hoy que Artaud se ha aparecido por fin en España, con encomiable voluntariedad, pero sin fortuna, la cuestión debiera darse por zanjada: la palabra es un elemento más del lenguaje dramático. Ni siquiera la expresión "literatura dramática" se aproxima a lo que es la naturaleza del teatro: un lenguaje específico al que coadyuva la palabra; pero están también los elementos plásticos, el lenguaje corporal, la danza... La palabra incluso ha de tener unas características de ritmo, acción y prosodia muy particulares: el verbo dicho, el verbo actuado. Literatura o filosofía dialogada no son necesariamente teatro, aunque tampoco es obligatorio que deje de serlo.



Fernando Savater (San Sebastián, 1947), una de las cabezas señeras de la cultura española, ha publicado El traspié; una tarde con Schopenhauer. Savater es novelista premiado, pero es sobre todo, un pensador, un filósofo al que nada le es ajeno: desde las carreras de caballos hasta la Tauromaquia, la llamada Fiesta española, las corridas de toros en las que es cualificado defensor. En esta historia de ficción logra implicar en la naturaleza de la Fiesta al gran filósofo. He aquí, en estos tiempos de tribulaciones para el ser o no ser de la corrida, un elemento de interés. De entrada comparto la idea de Savater sobre las raíces del mal de la Fiesta: la Fiesta misma. No es pesimismo, es una visión realista ante la que los taurinos cierran los ojos: el cáncer está dentro y muchos hace tiempo que lo diagnosticamos.



Una tarde con Schopenhauer es difícilmente imaginable ni siquiera acompañado por una joven escultura que modela el busto del misógino cascarrabias. La presencia femenina lo humaniza y la aparición de un enigmático traductor español Rodrigo Zúñiga, estimula su ego y sus neuronas de pensador. La situación, desde el punto de vista de dramaturgo, en el sentido clásico de la palabra, es atractiva. Quizá requiere la mano de un dramaturgo, en el sentido alemán de reorganizador de un texto, pero tiene posibilidades escénicas. De momento, aprendemos más del pensamiento y la humanidad de Schopenhauer y de las teorías feministas de la joven escultura, que de teatro.



Ser filósofo, pese a todo, no es óbice para ser autor dramático. También lo era Diderot y ahí queda para edificación de los tiempos su Paradoja del Comediante entre otras "minucias". Fernado Savater ha reincidido varias veces en escena, siempre de la mano de María Ruiz y su éxito no podría calificarse de clamoroso y no por culpa de esta directora, un talento de nuestra escena. Algunos títulos, Vente a Sinapia, Guerrero en casa, y Catón, un republicano contra César. A Savater habría que situarlo en esa franja de escritores de éxito envenenados por el teatro que siempre les resulta esquivo: Azorín, Baroja, Unamuno, los Machado, Benet, Vargas Llosa; y más recientemente el jurista y poeta Garrigues Walker y su teatrillo de aficionados. Menos Manuel y Antonio, que no llegaron siquiera a la altura de los hermanos Quintero, -a los que Valle Inclán quería fusilar y con razón- todos aportaron elementos de renovación. El teatro de Cámara de los Baroja, El mirlo blanco, fue capital incluso para Valle y Rivas Cheriff. Unamuno fue otra historia; aportó otro sentido de la tragedia y puede ser considerado un renovador.



El traspié ofrece posibilidades que acaso a María Ruiz no le pasen inadvertidas. La aproximación de Zuñiga a la política española, via histórica del carlismo, también es aceptable: política de curas; Savater coincide con Blanco White: "nuestros males no son los toros, sino religión y mal gobierno". La historia.