José Carlos Llop. Foto: Chema Tejada

RBA. Barcelona, 2013. 127 páginas, 17 euros



A lo largo de cinco novelas, otras tantas entregas de un diario, varios libros de poesía y un personal volumen de prosa memorialística, La ciudad sumergida, José Carlos Llop ha delimitado un territorio sentimental muy reconocible, en el que confluyen la detallada evocación plástica del pasado, una mirada distanciada que mezcla a partes iguales la nostalgia y la ironía, y un agudo sentido del peso de la cultura recibida sobre nuestra apreciación del presente.



Hay quien ha dicho que el conjunto, por su capacidad de evocación y su estética camp, recuerda la atmósfera del cine clásico -no sólo norteamericano: también italiano y francés- y la de ciertos tebeos de "línea clara"; lo que no debe hacernos pensar, decíamos, en una simple servidumbre estética, sino en una calculada rendición de cuentas de una muy particular educación sentimental.



A ahondar en ella, ahora desde un territorio absolutamente privado -el de la infancia en familia- está dedicado Solsticio, un texto memorialístico de poco más de cien páginas en las que el autor acota un espacio muy concreto -el de las vacaciones familiares, en los años en los que éstas transcurrieron en una modesta finca mallorquina de propiedad militar, a cuyo uso tenía derecho, por su condición de oficial del ejército, el padre del autor- y traza, dentro de él, un cumplido retrato, no sólo de sus padres, sino también de toda una serie de personajes característicos y pintorescos que confluían en ese mundo particular, determinado geográfica y temporalmente: la España periférica, insular -pero con un cierto trasfondo cosmopolita- de mediados de los sesenta.



Es este un texto que adivinamos de conciliación, que cierra el círculo por el que el hombre maduro da por terminada su aventura de distanciamiento respecto a sus orígenes y los asume en toda su plenitud, obviando las necesarias y a veces dolorosas rupturas inherentes al proceso. No hay en este libro crítica abierta, por ejemplo, al trasfondo autoritario y clasista que se adivina tras la idílica situación descrita, ni a cómo ese trasfondo se manifestaba en los comportamientos sociales, religiosos, afectivos, etc. de los implicados.



Y es por esa contención, quizá, por la que el autor logra crear un memorable retrato de sus progenitores -del padre, especialmente: lacónico, autoritario, reservado, devotamente religioso- y, a la vez, sugerir el grado de irrealidad en el que, desde ese concreto ambiente familiar y social, quedaba sumido el resto del mundo: por ejemplo, los sucesivos soldados de reemplazo que atendían al bienestar del oficial y su familia; o ciertas cultas y refinadas amistades que, como representantes de un mundo más cosmopolita y abierto, irrumpen en la vida del niño Llop y aportan a ésta un atisbo de horizontes intelectuales entonces apenas entrevistos.



También el paisaje es un personaje importante en estas memorias de infancia: todavía no mancillado por la irrupción masiva del turismo, y dotado de suficientes rasgos históricos y legendarios como para añadir su propia nota a la receptiva imaginación del niño que iba posteriormente a idealizarlo desde la lejanía.



Evocado con una prosa precisa y, al mismo tiempo, matizada y morosa, se presenta bajo la condición concreta de plenitud lumínica y esplendor veraniego a la que alude el título del libro. La infancia, dice el autor, se identifica con ese momento de plenitud. Aunque, como las cosas mismas bajo la calima, tienda a adquirir esa cualidad de imagen quemada, expuesta quizá a un exceso de luz, que tienen muchas fotografías familiares de entonces.