Barack Obama. Foto: Amanda Lucidon

Simon & Schuster. Nueva York, 2013. 310 páginas, 28'95 $.

Se incluyen aquí también las reseñas de



- Collision 2012: Obama vs. Romney and the Future of Elections in America. Dan Bale. James H. Silberman/Viking. 32'95 $.



- Fighting for the Press: The Inside Story of the Pentagon Papers and Other Battles. James C. Goodale. CUNY Journalism Press, 35 $.



El título yeatsiano refleja la opinión del presidente Obama de que la verdadera lucha en las elecciones de 2012 no fue entre conservadores y liberales, sino entre el "extremismo de derechas" y el "centrismo pragmático", que es donde él se situaba. Jonathan Alter, un veterano periodista autor de The Promise [La promesa], un reflexivo análisis del ascenso de Obama y de su primer año de presidencia, coincide, y considera que este extremismo adopta una forma virulenta en lo que él llama "Síndrome de Trastorno Mental Obama". Los infectados, escribe, "estaban interesados en las injurias y en la victoria. Su objetivo no era solo lanzar invectivas, sino bloquear cualquier cosa que el presidente apoyase, y finalmente expulsarle del cargo". Por varias razones, que Alter analiza con conocimiento de causa, no lo lograron, aunque el panorama pareciese sombrío después de que los demócratas sufriesen una "aplastante derrota" en las elecciones de mitad de mandato de 2010.



Una de las ventajas de Obama fue que contaba con una organización que era sencillamente más inteligente que la de su oponente, especialmente sus sofisticadas operaciones de procesamiento de datos. El centro de control en Chicago era una "sala secreta sin ventanas" (conocida como "la Cueva") donde el equipo de analistas trabajaba 16 horas al día seguidas de descansos adormecedores bajo una iluminación estroboscópica. La gente de Mitt Romney en Boston no podía competir con estos genios de la tecnología, que les superaban en número en una proporción de 5 a 1.



Alter conoce a Obama y le parece bastante simpático: es tranquilo y objetivo, le aburren los rituales de la política -no tenía el gen de "hacer la pelota"- y presta atención a los detalles. Es muy bueno describiendo el poder intimidante de las personas cercanas, como la asesora Valerie Jarrett, llamada por sus detractores "la Acosadora Nocturna" porque le permitían rondar por las habitaciones de la familia fuera de las horas de trabajo. Aunque se centra en Obama, también se ocupa de la oposición. Su Romney, tan desconcertante como siempre, es admirado por sus colegas y es fiel a su equipo, pero también es un hombre público "estirado y robótico" que no da las gracias a los camareros o ni siquiera se percata de su presencia. Al analizar los debates de las primarias republicanas (en un capítulo "El coche de los payasos"), Alter dice: "Los medios de comunicación, contentísimos de tener unos personajes de reality de tv animando las primarias, aceptaron la ficción de que la mayoría de los candidatos en liza tenían posibilidades reales de ser nombrados". Obama consideraba acertadamente que su reelección era un acontecimiento fundamental. Sin embargo, este relato bien documentado de cómo ganó deja entrever lo que deparará el futuro en una época cuya horrible política, indica Alter, puede sacar la locura que todo el mundo lleva dentro.



Es un reto, incluso para un periodista político de primer nivel de The Washington Post como Dan Balz, hacer que las elecciones de 2012 parezcan nuevas. Los comicios fueron cubiertos por un ejército de medios de comunicación, incluido el cámara que grabó a Mitt Romney realizando unos comentarios despectivos sobre el 47% del electorado. A Balz parece que le aburre un poco esto, y parece triste porque algunos contendientes republicanos pintorescos, especialmente los gobernadores Chris Christie y Haley Barbour, no participasen, pero sigue encontrando material interesante en unas elecciones en las que había "importantes intereses en juego, pero no siempre una campaña que les hiciese justicia". Merece la pena pagar el precio del libro solo por los recuerdos de Christie cuando era un candidato a regañadientes. Recuerda con satisfacción el acoso que sufrió para reclutarle para la causa: Bush le ofreció "sus sabios consejos" y Barbara Bush llamó a la mujer del gobernador para decirle que la vida en la Casa Blanca es un "plus" para los niños; Henry Kissinger le dijo: "Tú puedes hacerlo" y, cuando Christie sugirió que sus conocimientos en política exterior no iban más allá de la costa de Jersey, Kissinger le replicó: "No te preocupes, podemos trabajar contigo en ese tema". Las conversaciones sobre la vicepresidencia acabaron después de que Romney le preguntara a Christie si se plantearía renunciar al cargo de gobernador; la respuesta grosera de Christie fue reírse. Balz estuvo presente en muchos de los momentos raros del año, como la conversación de Clint Eastwood con una silla vacía en la Convención Nacional republicana, después de la cual el estratega jefe de Romney, Stuart Stevens, "salió de la sala y vomitó".



Los republicanos ofrecieron un espectáculo entretenido, señala Balz, pero con un coste: "El grado en el que la base conservadora está empujando al partido más allá de la corriente principal". Esto no pareció preocupar a los candidatos, que también lo estaban empujando un poco. Dos meses después de las elecciones, Balz entrevistó a Romney y lo encontró involuntariamente revelador al revivir la campaña y reinterpretar sus comentarios sobre el 47%. "En realidad, no dije eso", le dijo Romney a Balz. "Esa es la percepción". Consultó un iPad para encontrar su cita. "Aquí está, aquí está". Balz no necesita decir que no le convenció.



Los periodistas descubren rápidamente que hay dos tipos de abogados en el edificio: los que se preocupan por los peligros legales y los que buscan formas de publicar las noticias. James Goodale, durante mucho tiempo el abogado principal de The New York Times, se colocó firmemente en la segunda categoría cuando ofrecieron al periódico, en 1971, un estudio secreto del Pentágono de 7.000 páginas sobre la larga intervención estadounidense en Vietnam, los Papeles del Pentágono, que eran "confidenciales y de alto secreto". Las interesantes memorias jurídicas de Goodale giran en torno al "control previo", es decir, si un tribunal o un Gobierno puede obligar a un periódico a no publicar algo. Hasta que los papeles no se filtraron y el Gobierno trató de detener las imprentas, señala que "ningún tribunal federal en la historia del país había impuesto nunca a una publicación un control previo". Los papeles fueron un golpe de Estado periodístico, pero también representaban una amenaza importante: la posibilidad de que el Departamento de Justicia presentase cargos penales si su contenido se hacía público.



Goodale prefirió seguir adelante con la seguridad de que "ningún tribunal iba a castigar penalmente a un periódico por enseñar cómo había mentido el Gobierno, especialmente cuando los propios papeles del Gobierno lo demostraban". Todo lo que se produjo después -las vistas en Nueva York y Washington (The Washington Post también consiguió los papeles) y los argumentos presentados ante el Tribunal Supremo - se ha relatado a menudo. Goodale, sin embargo, contaba con una ventaja y ofrece un análisis de primera mano muy documentado, incluso con anécdotas, de la estrategia legal y de los conflictos entre los intereses editoriales y empresariales en los despachos de The Times. Adelantó que el bufete de abogados elitista del diario -que respondía al nombre de Lord, Day & Lord- se opondría a la publicación, citando la Ley de Espionaje. Su negativa a respaldar al periódico fue una decisión que se recordará siempre como una infamia legal.



El caso de los Papeles del Pentágono es el que acapara más la atención, pero Goodale también trata otro, el de los conflictos, aún sin resolver, relativos a la Primera Enmienda relacionados con la protección de las notas y las fuentes de un periodista. Escribió su libro antes de que Edward J. Snowden suscitase otra vez la cuestión de la diferencia clara entre los que filtran secretos de Estado y los periodistas que los reciben, pero no antes de concluir que la agresiva persecución de los filtradores y de los periodistas por parte del Departamento de Justicia empeoró con Bush y mucho más con Obama. Su libro puede interpretarse como una señal de aviso.