David Jiménez

Kailas. Barcelona, 2013. 220 páginas, 17'90 euros

Cuando uno lee libros de viaje como los de Gabi Martínez (en especial Los mares de Wang, con el que este libro guarda más de un parecido) y artículos como los que se recogen en este volumen de David Jiménez (Barcelona, 1970 ) sabe que hay motivos para la esperanza y que desde luego hay una parte de la crónica en español para el siglo que viene que tiene calidad asegurada. El caso de Jiménez no es, desde luego, el de un recién llegado. Ha publicado sus artículos en medios de prestigio como The Guardian y es corresponsal de El Mundo desde hace 15 años. Sólo el recorrido por Asia que marca este libro y los episodios que en él se describen (guerras, cárceles, mafias, tragedias naturales) haría creer de entrada que el cronista está más cerca de la enajenación que de la cordura, pero quien se sienta tentado de comprarlo para dar un paseo por la galería de los horrores debería pensárselo dos veces.



Tal vez una de las cosas mejores del estilo de David Jiménez sea precisamente esa falta de tremendismo con el que habría cargado las tintas (y del que él mismo se queja) cualquier otro periodista. La tentación de convertir las cucarachas en ratas, las tres comidas en una, y la violencia verbal en maltratos y vejaciones físicas son lo habitual para cualquier periodista occidental que se toma la molestia de visitar una cárcel china y recibe dos páginas en un suplemento dominical. David Jiménez ha entendido a la perfección una de las leyes de oro del verdadero cronista: que el camino hacia la comprensión más elemental siempre es más impactante que la imagen descontextualizada de un niño maltratado, una adolescente obligada a prostituirse o un abuso nacional a una minoría étnica, imágenes, por otra parte, de la que nuestra conciencia primermundista necesita alimentarse constantemente para corroborar, en la desdicha ajena, nuestra (ya no tan segura) dicha. Esa ley de oro requiere, eso sí, un trabajo más arduo y extraordinario: una verdadera investigación previa al viaje, una actitud abierta y desprejuiciada, una buena dosis de valentía, un genuino deseo de que las personas con las que se cruza el cronista le cuenten su verdadera historia y, last but not least, talento para narrarla. Que una persona reúna esas cuatro virtudes es una verdadera rareza y habría que celebrarla nada más verla. Este libro es el caso.



David Jiménez agrupa esta colección de crónicas publicadas en distintos medios a la manera en la que Kaschnitz reunió en aquel libro fantástico (Lugares) las descripciones de los lugares en los que le habían sucedido episodios esenciales de su vida. En el caso de Jiménez los enunciados rozan casi la abstracción: fronteras, calles, celdas, amaneceres, retornos. Más que el humanismo de un Kapuscinski (con quien se le ha llegado a comparar) Jiménez tiene la sobriedad castellana de un Chaves Nogales, parece que habla de sí mismo pero en realidad está siempre escondido. De David Jiménez sabemos más bien poco (algún comentario disperso que nos hace adivinar lejanamente sus filias y sus fobias) y sin embargo la eficacia con la que narra lo que ve permite que los personajes a los que se acerca se desplieguen en todo su esplendor. Jiménez se aleja del programa (tanto costumbrista como político) y se acerca al cronista desde un rechazo ubicuo a distribuir el mundo en buenos y malos, vencedores y vencidos, odiables y queribles. Utilizando uno de los textos de su propio libro, más que El lugar más feliz del mundo este libro podría haberse titulado Descripción de la bruma, una bruma en la que vislumbramos siempre si no el rostro, la presencia de algo genuinamente humano. Sin tremendismo, sin ingenuidad, sin programa, crónica a cara descubierta y en estado puro.