Image: Felices los felices

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Novela

Felices los felices

Yasmina Reza

3 octubre, 2014 02:00

Yasmina Reza. Foto: Santi Cogolludo

Trad. de J. Albiñana. Anagrama, 2014. 192 pp., 14'90 e.

Arte me pareció una comedia trivial, previsible y cargante. Su interpretación del hecho estético es digna de fray Gerundio de Campazas, que "aún no sabía leer ni escribir, y ya sabía predicar". Aunque el título es un apreciable verso de Borges, el recurso al pleonasmo como artificio literario se convierte esta vez en el preámbulo de una cascada de banalidades, con una prosa de establecimiento low cost, que nunca desperdicia la oportunidad de deslizar frases moralizantes. Entre el sermón y el discurso outlet, Felices los felices nos cuenta la historia de varios matrimonios afectados por los males de nuestro tiempo: neurosis, consumismo, problemas sentimentales, incomunicación entre padres e hijos, infidelidades, tedio, escepticismo y una notable incapacidad para afrontar con madurez la enfermedad, el fracaso y la muerte.

El primer capítulo es una pelea histérica entre Robert y Odile en un supermercado. En el siglo XXI, los grandes espacios comerciales no son lugares de tránsito, sino puntos de encuentro entre parejas que solo se relacionan cuando discuten sobre el precio de los congelados. Yasmina Reza (París,1959) aprovecha la ocasión para explicar el secreto de la felicidad: "reducir al máximo la exigencia de felicidad". Para ilustrar su fórmula, pone como ejemplo a un niño que no se deja seducir por la promesa de una estilográfica. Está claro que la filosofía de nuestro tiempo ya no acontece en paseos peripatéticos, sino entre cartones de leche y pack de salchichas.

Poco después, un rodaballo con costra sirve de pretexto para divagar sobre el lujo, el bienestar y el placer. Lionel y Pascaline disfrutan de una próspera situación económica y saben que su nivel de vida puede ser ofensivo para los demás, pero no están dispuestos a renunciar a sus caprichos. Además, su dicha es un espejismo, pues su hijo Jacob se cree Céline Dion y confunde a su psiquiatra con Humberto Gatica, ingeniero de sonido de la estrella.

Es difícil llegar a este punto y no recordar la advertencia de Auden: "Reseñar malos libros es malo para el carácter". Saber que esos libros conseguirán miles de lectores, no afecta al carácter, sino a la fe en el porvenir de la humanidad. ¿Se ha consumado la "rebelión de las masas" que Ortega y Gasset ya apreció en su época? Más adelante, una amante despechada nos cuenta que "los hombres son absolutamente inmovilistas. El movimiento lo creamos nosotras". Froto mis ojos viejos, preguntándome si estoy leyendo a Susana Tamaro o a la inefable Lucía Etxebarria. Después de otras incidencias similares, la novela finaliza con la cremación de Ernest Blot, un poderoso banquero que dedicó su vida a la modernización de Francia, con vocación de servicio y no de lucro, según nos explican en sus exequias. No puedo salvar ninguna página de Felices los felices, una novela fallida, autocomplaciente y, en muchas ocasiones, ridícula.

Me atrevo a dar un consejo a los lectores. En las librerías, no dediquen mucho tiempo a las novedades. Los clásicos nunca defraudan. Hace mucho que las editoriales le abrieron la puerta a los best-seller. Son los nuevos bárbaros, pero con portadas plastificadas y profusión de colores. Hace unos días, recorrí varias librerías de Alcalá de Henares y solo en una encontré una obra de Miguel de Unamuno, casi escondida en un estante lleno de títulos pueriles. Compré el libro y me senté en la Plaza de Padre Lecanda, cerca de la fachada renacentista del Palacio arzobispal, pensando que la belleza es un gesto de resistencia contra la mediocridad triunfante. Jorge Luis Borges concibió el paraíso con forma de biblioteca, pero no creo que este Felices los felices de Yasmina Reza pudiera incluirse en esa dicha imaginaria.