Sevilla. A mediados de diciembre de 1927 se reunió en Sevilla un contingente de poetas jóvenes con el propósito de homenajear a Luis de Góngora con ocasión del tercer centenario de su muerte. Allí estaban Alberti, Diego, Alonso, Guillén, Bacarisse, García Lorca y varios más. Dijeron unos versos, echaron unas conferencias, reivindicaron lo suyo al vate culterano, se lo pasaron en grande –según contaron– y se hicieron una foto.
Para cuando se quisieron dar cuenta, ya había nacido la Generación del 27, nada menos, destinada a darle un revolcón de novedad a la poesía española. Y eso ocurrió a base de exaltar no ya a un anciano poeta, sino a un poeta que llevaba muerto trescientos años. Para eso, entre otras funciones virtuosas e imprevistas, pueden servir las efemérides.
Así que dentro de tres años tendremos que celebrar, por si pasa algo bueno, el centenario de la Generación del 27 y los cuatrocientos años de la muerte de Góngora. Al paso que vamos, dentro de tres años quedará menos gente que haya leído a algún poeta del 27 y muchísima menos que sepa nombrar un solo título de la obra gongorina.
De modo y manera que para eso también pueden servir (y sirven) las celebraciones de las efemérides –hablo de las culturales–, para que el personal refresque lo que apenas aprendió, mal pero deprisa, en el bachillerato y para que, si hay suerte, alguien se asome por primera vez a las obras del creador evocado.
Para algunos, las conmemoraciones de efemérides son poco menos que rituales funerarios, o excavaciones arqueológicas que desentierran ruinas que luego obligan a gastar un presupuesto en su restauración.
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Pero, como las excavaciones, las efemérides nos permiten conocer mejor lo que fuimos y de dónde venimos. No se trata de volver al pasado por volver, y menos en demérito del presente, sino de comprobar que hay un hilo fuerte que nos une a lo que otros hicieron antes bien y que toda novedad tiene antecedentes.
Ahora nos venden como el no va más el suelo radiante, pero tú excavas una villa romana –en Segovia, sin ir más lejos–, y resulta que descubres que los romanos ya tenían suelo radiante, como tarde, en el siglo IV.
El denostado pasado no fue solo un mohoso precipitado de regresiones, sino un acumulado de innovaciones
Actitud. Las efemérides, su celebración, tienen, como todo, detractores y partidarios. Personalmente, salta a la vista, soy partidario. Puede que haya abusos en la cantidad y errores e intereses al valorar el merecimiento real de algunos creadores conmemorados.
Mucho olvidan quienes creen que hay que dedicar todas las energías, el espacio y el tiempo, a descubrir, festejar e informar sobre lo palpitantemente nuevo, lo que señala con presunta fuerza la dirección del futuro innovador y megadistinto.
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Olvidan, por lo pronto, lo del suelo radiante de las villas romanas. Olvidan también que el denostado pasado –así, en general– ni fue solo en su momento, ni nos debería parecer ahora que lo fue, un mohoso precipitado de regresiones, sino un acumulado de innovaciones que no solo nos señalan como actitud a imitar la de quienes las emprendieron, sino que nos ofrecen pistas, no siempre exploradas, por las que seguir innovando hoy.
Adanismo. Y luego está el triste asunto de nuestra pobre instrucción actual, a veces conectado a la penosa arrogancia del narcisismo adanista. Se ha hablado bastante en los últimos años del adanismo en la política, del adanismo de ciertos líderes jóvenes de partidos igualmente jóvenes (o no tan jóvenes).
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Pero habría mucha tela que cortar si habláramos del adanismo cultural, de cómo se ha roto el hilo de lecturas y experiencias culturales que venía conectando, generación tras generación, a muchos jóvenes con los artistas más lejanos de la larga tradición –esta palabra, ni oír– cultural española.
¡Y algunos dicen que para qué sirven las efemérides! Que se apague esa luz, y ya veríamos (no veríamos nada).