La infamia es el nombre de una exposición que ofrece en estos días el Museu Marítim de Barcelona, admirable gesto que tiene por cometido poner a la luz los oprobios de los esclavistas catalanes, cuya fortuna alentó el florecimiento de la industria de su país y, entre otras cosas, la construcción de unos señoriales edificios que hoy jalonan el Eixample barcelonés.
En esta muestra de la iniquidad se detallan los nombres de los traficantes de unas almas condenadas al hacinamiento y el hambre, que sucumbieron en los campos de caña y de tabaco, a menudo en las tierras de Cuba y Puerto Rico. No se alude en dicha muestra a que un reciente president proviene de una de esas familias dedicadas con éxito al expolio humano.
Que nadie se llame a engaño, sin embargo: aquellos esclavistas fueron solo una parte del tenebroso negocio que atrajo a los traficantes del resto de España, gentes desentendidas del escrúpulo y burladoras de toda moral, abanderados del desprecio. España no estaba sola en este reparto de desdichados.
Portugal tiene hoy en algunas de las familias más pudientes un pasado negrero difícil de igualar, si no fuera porque cuenta con sus iguales en Gran Bretaña y Francia. De hecho, Lisboa revistió un centro principal de esclavitud, cuya materia prima eran las menesterosas manos africanas, esquilmadas por la codicia ajena. El puerto de Sevilla no fue menos central en este mercado, como lo fueron Venecia y Génova antes del negocio americano.
Las andanzas de aquellos perversos ayudaron a socavar, ya para siempre, el espíritu de una Europa convertida antaño en la cubierta de una nave de esclavos mal calafateada, que no ha cesado de ir a la deriva y desacreditarse a sí misma con una sostenida eficacia.
La errónea y especuladora aplicación de la tecnología no puede sino dejar tras de sí las huellas de profundas heridas sociales
El maltrato, lo sabemos, no es cosa de ahora, cualquier actividad humana lo comporta, fatigosa constante desde los sometidos que levantaron las murallas de la milenaria Ur, a los trabajadores de Tesla, cuyo siniestro propietario pretendió hace bien poco que los obreros durmieran al pie de sus máquinas en la fábrica de Shanghái.
Tiempo de asombros y patetismos, los negreros ven cómo aquella tristísima mercancía humana llega hoy voluntaria a las costas huyendo de la violencia y las hambrunas. Costas no solo europeas, sin duda, porque la situación de los emigrados de Pakistán e India a los Emiratos Árabes, donde son explotados hasta una impensable dureza, malviven bajo secuestro en Dubái y Abu Dabi. Y así en otros lugares.
Por segunda vez en estas líneas instamos a que nadie se llame a engaño, porque todo tiene su reverso: si nuestra civilización hubiera carecido de la idea de la técnica, surgida en la escuela alejandrina de la antigua Grecia, y no se hubiera dado el obsesivo afán comercial de ciertos pueblos mediterráneos, sino que estas circunstancias hubieran formado parte del patrimonio de otras culturas, habríamos recibido desde siglos atrás este mismo ultraje de estas, porque la condición humana es tiránica y fatua.
Esto nos dice que la errónea y especuladora aplicación de la tecnología, unida a un sistema capitalista desatado que engulle a la política, no puede sino dejar tras de sí las huellas de profundas heridas sociales e irrestañables daños en el sentir de la historia que nos relata. Todo tiene sus consecuencias, y por más que se levanten edificios fastuosos como aquellos del Eixample, quedará en la memoria la continua derrota y el reconocimiento de ser los desvalidos de los desafueros del poder.
No cabe engañarse, porque los negreros que hacían cuentas con doblones en los muelles de Sevilla o Barcelona siguen operando, ganan elecciones y son jaleados por unos medios de comunicación serviciales que sin duda carecen de la dignidad del esclavo.