Si Alejandro Magno conquistó el mundo antes de los treinta y tres años, ¿por qué no yo? Esta ansiedad consumía a Julio César cuando, todavía joven, consideraba su vida un fracaso comparada con la del rey macedonio. El sentimiento de tensa emulación seguramente le dio alas para más tarde elevarse por encima de sí mismo y, al final, ser tenido entre los suyos como un dios sobre la tierra.
Hubo uno antes que César que, aunque ya lo tenía todo en la vida desde el mismo nacimiento, tampoco estaba satisfecho. Me refiero a Alcibíades (450-404 a.C.): noble de cuna, riquísimo de casa, de una belleza arrebatadora, inteligencia portentosa, dueño de la palabra persuasiva, magnético, líder político, desbordante de encanto personal, triunfador en los juegos de Olimpia. Su tutor fue Pericles, su maestro Sócrates, quien en los diálogos platónicos aparece siempre como casto enamorado de su pupilo. En El banquete Platón le confiere el mayor de los honores: le encomienda nada menos que el elogio de Sócrates, poniendo en su boca el retrato más emocionante que nunca se escribiera del maestro común.
En Alcibíades, uno de los diálogos denominados dudosos, conversan Sócrates y el veinteañero del título, de genio ardoroso e insolente. El inicio del coloquio es tan magistral que merecería ser de Platón. Sócrates, tras enumerar los incontables dones naturales que adornan a ese favorito de la Fortuna, constata que tantas ventajas no han conseguido que se conforme con lo que tiene. “Voy a explicarte con qué esperanza vives”, le dice el filósofo, y se sirve para ello de un juego mental.
Debemos conducirnos en la vida con tal inconformismo que nada deprima nuestra inmensa capacidad de deseo
“Si algún dios te dijera: ¿prefieres seguir viviendo con lo que tienes o morir al instante si no pudieras conseguir nada más?”, Alcibíades, dice Sócrates, elegiría la muerte. Y lo mismo en las hipótesis cada vez mayores que se van sucesivamente planteando hasta llegar a la última: que el dios le dijera que puede reinar en toda Europa, pero no pasar a Asia. En todos los casos, si se le prohibiese la mejor alternativa, elegiría no seguir viviendo. “He llegado a la conclusión –sentencia Sócrates– de que no estarías dispuesto a vivir sin poder colmar a toda la humanidad con tu nombre”.
La palabra que explica la esperanza de Alcibíades, repetida en el diálogo, no es “tener”, sino “poder”: estar siempre abierto a la máxima posibilidad humana sin negarse ninguna, por alta, inalcanzable y suprema que parezca. Todos nacemos de madre y por el mismo conducto y, dada esa igualdad universal de partida, no hay razón para que no aspire a ser el mejor de todos los hombres.
En el orden del deseo no acepto el segundo premio. Lejos de mí esa resignación de quien, ya de entrada, se conforma con lo que está por debajo de lo mejor. Por supuesto, ningún menosprecio hacia abajo, pero tampoco ninguna reverencia hacia arriba. Absolutamente todo lo bueno de este mundo, allá donde esté, me llama y me pertenece.
[Discurso de tu vida]
El folclore español ha creado un personaje siniestro que no parece tener otra mira que desengañar a quienes esperamos mucho: “Ya vendrá el Tío Paco con la rebaja”, nos advierten remitiéndonos a los futuros descuentos de la realidad. Nadie ignora que al adentrarse en el mundo se le van estrechando a uno las posibilidades existenciales como varillas de un abanico que se pliegan hasta cerrarse por completo.
Pero, mientras alentemos sobre la tierra, no renunciaremos nunca a esta insatisfacción infinita, incesante, que arde en nuestro pecho sin consumirse. Debemos conducirnos en la vida con tal inconformismo que nada, ni en el nombre de realidad, deprima nuestra inmensa capacidad de deseo. Lo nuestro será siempre sentir a lo grande y, como dice Longino, “preñar nuestra alma de noble inspiración”. No dejemos que el Tío ese nos expropie la esperanza de Alcibíades.