Aunque era un niño, recuerdo bien la noche del año 1968 en que Massiel ganó el Festival de Eurovisión con la canción “La la la”. Recuerdo la alegría, la euforia, que había de alcanzar cotas de delirio el año siguiente, 1969, cuando España volvió a ganar, esta vez con Salomé y la canción “Vivo cantando”. ¡Dos veces seguidas! Aquello era el no va más. Franco vivía y las autoridades culturales del régimen se frotaban las manos. (Aquello era el mejor desquite contra Serrat y el plantón que dio con su pretensión de cantar el “La la la” en catalán). Los años siguientes representaron a España nada menos que Julio Iglesias, Karina, Jaime Morey, Mocedades, Peret…
Pasaron los años y la cosa fue decayendo, o eso me parecía a mí. Pasada la Transición, el festival de Eurovisión permanecía asociado, al menos en mi memoria, a la caspa del franquismo, y por los años 80 y 90 a nadie que tuviera algo mejor que hacer (lo cual no era difícil) se le ocurría perder una noche delante de la televisión padeciendo esas canciones y coreografías deprimentes, seguidas de un interminable sistema de votación que entretanto se había convertido en un leitmotiv chistoso: “Spain, zero votes”. Sólo de vez en cuando algún modernillo aficionado a lo camp se reivindicaba provocativamente como seguidor de ese festival impotable, convertido en pasarela de temas y personajes bizarros, en cuya cúspide bien puede ponerse, con todos los honores, a Rodolfo Chikilicuatre y su impagable “Baila el Chiki-chiki”.
Lo peor era la tendencia creciente de los comentaristas (y no sólo de los más idiotas) a darle al festival de eurovisión un valor simbólico y hacerlo representativo del espíritu europeo
El tiempo siguió pasando. Yo me despisté, o simplemente envejecí, y de pronto el festival había cobrado un insólito relieve, y era seguido de cerca y con expectación por todas las cadenas y medios de comunicación. Nuevos y más rocambolescos sistemas de selección de artistas y canciones daban lugar a encendidas polémicas, como a su vez las votaciones y los tejemanejes de que se hacían sospechosas.
Lo peor, con todo, no era que esa gran ceremonia de la chatarrería musical se hubiera convertido en un espectáculo de masas que ocupaba primeras planas; lo peor era la tendencia creciente de los comentaristas (y no sólo de los más idiotas) a darle al festival un valor simbólico y hacerlo representativo de la unidad y del espíritu europeos.
Y he aquí que este año, con una guerra atroz en las orillas de Europa, el presidente de un país invadido y arrasado se dirigía a todos los europeos pidiendo el voto para los representantes de Ucrania en el festival. Y he aquí que tales representantes (una pandilla de muchachotes vociferantes que daban botes con atuendos tecno-étnicos) triunfaban con la aquiescencia entusiasta de propios y extraños, como si con ello se dieran motivos para levantar el ánimo de un pueblo brutalmente castigado.
En un memorable artículo del año 1997 (“El deporte y el Estado”), recordaba Ferlosio cómo el mes de diciembre de 1983, ennegrecido para España por la triple catástrofe que supuso, en muy breve tiempo, la colisión en Barajas de dos aviones, un choque de trenes en el metro de Madrid y un incendio en la discoteca Alcalá de la misma capital, con montones de muertos, la victoria del equipo español sobre Malta para la clasificación de la Eurocopa, con un esperpéntico 12-1 como resultado, dio lugar a la siguiente felicitación del entonces presidente del Gobierno, Felipe González, al seleccionador español, Miguel Muñoz: “Miguel, enhorabuena y gracias, porque el país estaba necesitando una alegría como ésta”. Ferlosio se sorprendía del perverso sistema de equivalencias que esta frase entrañaba.
Imagino a Zelenski llamando la noche del pasado 14 de mayo a los componentes de la banda ucraniana Kalush Orchestra y diciéndoles algo parecido.
Hemos perdido Mariúpol, chicos, pero habéis ganado Eurovisión.
Menuda alegría.