"¿Qué fue antes, el lector o el escritor?". Esta pregunta servía de título a una reciente entrega de "Jardines colgantes", la sección que conduce Juan Carlos Laviana para esta misma revista. Laviana, como suele, reunía una cosecha de declaraciones a este propósito, la primera de Rosa Montero, que al parecer lo tiene muy claro: "Leer está antes que la escritura. Primero somos lectores y luego lectores que escribimos".
Muy plausible, pero yo no lo tengo tan claro. O, mejor dicho, ya no. La pregunta de Laviana suena como aquella de "¿Qué fue antes, el huevo o la gallina?". Pero en este caso la respuesta es inequívoca: primero fue la escritura. No existe lector sin un texto previo, esto es obvio. Lo primero fue la voluntad de inscribir, de escribir. De esa voluntad surgieron los alfabetos.
Pero entiendo por dónde va Montero. Hace unos años, yo hubiera sostenido lo mismo. Todos recordamos la célebre respuesta que daba Jaime Gil de Biedma a la pregunta de por qué había dejado de escribir: "Al fin y al cabo, lo normal es leer".
¿Lo normal? Lo repito: ya no lo tengo tan claro. A estas alturas, conozco a un montón de gente que escribe y que no lee. Entre ellos, no pocos escritores propiamente dichos. En un artículo publicado en la revista CTXT ("Para ser amada y desaparecer"), dedicado a comentar el libro de Luna Miguel Leer mata (La Caja Books), la joven filósofa y escritora Margot Rot, aludiendo a las palabras de Jaime Gil, venía a decir que, en el fondo, leer es lo raro. "Escribir, en realidad, es natural", observaba. Y añadía: "Escribir es parecido a vivir la vida que uno vive".
En el último medio siglo hemos padecido una verdadera epìdemia de "novelas de escritor". Pero en la actualidad el platillo tiende a inclinarse hacia el lector
El artículo de Rot se resolvía en un apasionado encomio de la lectura, pero lo inspiraba una sensibilidad afectada ya por el trascendental cambio estructural que viene produciéndose en el ámbito de la comunicación escrita desde hace ya tres décadas, al hilo de la revolución digital: la progresiva nivelación del número de escritores y de lectores, la quiebra de la jerarquía implícita en la vieja relación escritor/lector, la práctica equiparación y simultaneidad de las actividades de leer y de escribir.
El caso es que, de un tiempo a esta parte, el caudal de reflexiones alrededor de la lectura se ha venido incrementando exponencialmente. A tal punto que parece estar desplazando la hegemonía que ha tenido durante décadas la reflexión sobre la escritura y sobre los escritores. En el último medio siglo hemos padecido una verdadera epidemia de "novelas de escritor". Pero en la actualidad el platillo tiende a inclinarse hacia el lector, pues se va vislumbrando de forma cada vez más nítida que el lector terminará siendo –lo ha sido siempre, en definitiva– el verdadero héroe.
¿Dónde está el lector?
"La pregunta 'qué es un lector' es, en definitiva, la pregunta de la literatura. Esa pregunta la constituye, no es externa a sí misma, es su condición de existencia."
Son palabras de Ricardo Piglia en su libro titulado, elocuentemente, El último lector (2005), donde indaga en la figura de "el lector ante el infinito y la proliferación; no el lector que lee un libro, sino el lector perdido en una red de signos". En esta distinción reside la clave. Pues hasta hace bien poco la figura del lector iba asociada siempre a la del libro.
Pero ya no es así.
La lectura va dejando atrás el espacio de la Galaxia Gutenberg y se realiza hoy en condiciones, circunstancias, soportes que dibujan un nuevo orden de experiencia, todavía en plena configuración. Un orden cuyo desarrollo será tan decisivo para la especie –y no sólo para la cultura– como lo fue, hace más de cinco siglos, el nacimiento de la imprenta.