El último número de la revista Cuadernos Hispanoamericanos dedica su portada y entrevista principal al escritor mexicano Julián Herbert (Acapulco, 1971), que conversa en esta ocasión con el escritor chileno Álvaro Bisama (Valparaíso, 1975). Los dos, Herbert y Bisama, pertenecen al mismo estrato generacional, puede que el último, o casi el último, en el que los escritores se construyeron como tales sin los recursos de internet.
Dice Álvaro Bisama: “Pienso que los que estamos ahora en torno a los cincuenta años crecimos y leímos en zonas de diálogo precario, en bibliotecas rotas o de quioscos, con una literatura de libros usados y fotocopias, y, por lo tanto, tomamos cada una de nuestras lecturas como si fuese un tesoro o un hallazgo, abrazándolas como si fuesen un lugar donde quedarnos”.
A lo que Julián Herbert responde: “Yo tengo mis fotocopias de la universidad y tengo en mi drive muchísimos libros digitales, pero no los uso. Seguramente influye la edad, pero creo que también tiene que ver con la relación que teníamos con lo inaccesibles que podían ser esos materiales, ¿no? Porque ahora si a mí me hablan de un autor o de una autora, de pronto tecleo su nombre y casi siempre encuentro en internet algo que puedo descargar. Y está lindo poder hacer eso, pero esa precariedad de la que hablas volvía muy urgente las cosas. O sea, yo encontraba en una biblioteca un libro de Manuel Puig y no me lo podía llevar a mi casa porque solo podía llevarme un ejemplar. Entonces tenía la sensación de que leer a Puig en ese momento era de vida o muerte, no era algo que se podía postergar para la próxima semana porque no sabías qué iba a pasar con ese objeto”.
Esa precariedad y esa urgencia a la que aluden Herbert y Bisama entrañan una relación no solo con los libros y la lectura en general, sino también con la escritura misma, sustancialmente distinta a la que tienen los escritores nacidos a partir de, pongamos, los años ochenta. No tiene sentido plantear esta diferencia en términos de pérdida o de ganancia, pero sí lo tiene, quizá, preguntarse acerca de las consecuencias que supone para el sistema entero de lo que entendemos por literatura. No solo en lo que atañe a su funcionamiento, sino también a su significación.
La dificultad de procurarse según qué lecturas repercutía inevitablemente en la importancia que se les atribuía y en el impacto que producían. Se les reservaba, a esas lecturas, mucho más sitio, y bastante más atención. Y constituían, sumadas, un paisaje más estable.
Internet ha democratizado la literatura pero también ha socavado el respeto que antes inspiraban los libros
Por otro lado, el horizonte de circulación de la propia escritura era mucho más limitado, y las condiciones de producción de la misma atendían a condicionamientos mucho más locales, a estrategias mucho más determinadas que ahora por el ordenamiento tanto político, como económico y cultural del país propio.
En las palabras de Julián Herbert y de Álvaro Bisama se percibe una remota nostalgia, tan inconsecuente e inofensiva como la que nos puede conducir, en un momento dado, a añorar los tiempos en que todos veíamos los mismos programas de televisión.
No cabe pensar que nadie reniegue de los efectos democratizadores que, a casi todos los efectos, ha tenido internet en lo relativo tanto al acceso y al consumo de libros como al eventual ingreso de la escritura propia en redes de circulación.
Otra cosa es considerar hasta qué punto esos efectos democratizadores no vienen socavando por su base, da igual ahora si para bien o para mal, el respeto e incluso el tipo de codicia que inspiraba el libro, la naturaleza de nuestra relación con él, y en consecuencia con la literatura misma, a la que entretanto no le queda más remedio que redefinirse enteramente como institución.