Un smartphone ofrece al desarrollador muchas más posibilidades de lo que se podía hacer hace unos años -incluso actualmente- con una consola portátil. La geolocalización y la facilidad para realizar pagos han cambiado nuestra forma de jugar.

Hace no mucho, jugar a un videojuego significaba aparcar tu trasero en una superficie horizontal, mullida a ser posible, y ejercitar tus pulgares como si no hubiera mañana. Los teléfonos móviles han empezado ya a cambiar esa tendencia. Un buen ejemplo son las compras in-app. El juego puede ser gratis, pero en su interior esconde una demoniaca máquina sacacuartos, que no deja de ser tu propia adicción al juego.

Pagos in-app, una trampa maquiavélica

La fórmula del juego gratuito que te hace esperar horas -o días- para poder avanzar a menos que tengas 300 gemas que -oh, sorpresa- tienes que pagar con dinero real es una fórmula tristemente extendida, y si se ha extendido tan rápido es únicamente porque funciona. La triste realidad es que en ocasiones no somos capaces de resistir las ganas de seguir jugando y las cantidades aparentemente pequeñas pueden acumularse hasta superar con creces lo que habrías pagado por el juego completo. Antes de el free to play, tú tenías claro el acuerdo al que llegabas con el desarrollador: yo te pago tanto y tengo el juego.

Ahora la fórmula es maquiavélica, demasiado similar a esos camellos que dan un poco de droga a los yonkis para que luego pasen por caja. Atraído por una apariencia gratuita, estableces una especie de contrato indefinido en el que el único freno es el autocontrol. Nadie puede acusar a quien recurre a este formato en sus aplicaciones, nadie te obliga a pagar, pero no se puede negar la astucia del tipo que se inventó este sistema. Un juego que enganche y un usuario poco precavido puede ser suficiente para que un desarrollador baile al son de Money de Pink Floyd.

Moverse está bien, pero a veces…

Por lo menos ahora hay juegos que nos obligan a movernos, no sólo juegos como la Wii, los smartphones y la geolocalización y la realidad aumentada han abierto un nuevo mundo en el que tenemos que no sólo movernos si no además salir a la calle para jugar, casi como si volviésemos a la época de Cuéntame.

Un buen ejemplo de ello es Ingress, un juego en el que debes buscar una serie de portales distribuidos por tu ciudad y tomarlos para tu equipo. En principio, un juego que te obligue a salir de tu cueva debe ser algo que todos los cardiólogos del mundo lo han celebrado con champagne, pero como todo, tiene unos límites.

La primera vez que oí  hablar de este juego fue una ocasión que fui a cenar con mi exjefe, su mujer, su hijo inconsciente en su silleta y sus tres perros. Al acabar de cenar, allá por las 12, nos hizo caminar tres manzanas para ir a capturar un portal imaginario que estaba en manos de una resistencia que no existía. Y el frío sí que existía. Esta es sólo una anécdota, pero a medida que los juegos que saquen provecho de esta tecnología se hagan más habituales, es probable que comportamientos así se repitan. Al menos el equivalente a una viciada de ocho horas será una etapa del Camino de Santiago.

Inventando nuevas formas de hacer el ridículo

Dice Stephen Hawking que la inteligencia esté probablemente sobrevalorada, y por algunas de las cosas que hacemos por nuestro teléfono parecemos empeñados en darle la razón. Ya no sólo por los juegos, sino por el móvil en general, valga el ejemplo del chico que se cayó por un balcón buscando cobertura. Todos hemos tenido un momento ridículo por culpa de la cobertura, como ponerte de cara a la pared en un rincón porque ahí tienes 3G, pero llegar a morir por ello te hace sin duda merecedor de un Premio Darwin.

La capacidad del ser humano para hacer tonterías es nuestro gran rasgo distintivo, y un avance tecnológico como los smartphones no podían hacer otra cosa que abrir nuevos caminos del ridículo. Y nosotros lo celebramos.

¿Y vosotros? ¿Habéis hecho alguna tontería de este tipo por vuestro smartphone?