El 25 de junio de 2021 entró en vigor en nuestro país la ley de la eutanasia, lo que produce para muchos una gran impotencia al ver como una ley, tremendamente injusta, permite matar a un paciente, a petición de éste, con tal de que cumpla con los supuestos y requisitos establecidos en dicha ley, convirtiendo en verdugos al personal sanitario.
La ley de la eutanasia rompe con los principios recogidos en el llamado Juramento Hipocrático, datado del siglo V antes de Cristo: curar"; si no se puede curar, "aliviar" y siempre "consolar".
El texto explícito del Juramento Hipocrático es muy esclarecedor: “No daré a nadie, aunque me lo pida, ningún fármaco mortal, ni haré semejante sugerencia. Igualmente, no proporcionaré a mujer alguna un pesario abortivo. En pureza y santidad mantendré mi vida y mi arte”.
Eutanasia y aborto. Dos delitos abominables que nuestra sociedad ha despenalizado en aras a nuevos derechos individuales.
¿Qué ha cambiado en nuestra sociedad para que se rompa con los principios éticos que han regido la medicina desde hace mas de dos mil años aprobándose leyes que amparan el hecho de matar? ¿Por qué no existe una ley que garantice los cuidados paliativos para todos en lugar de una ley de eutanasia?
Hacemos nuestra la reflexión de D. Aquilino Polaino (especialista en Neurología y Psiquiatría,) reflejada en su libro “Más allá del sufrimiento”: “la eutanasia es la lógica consecuencia de una opinión particular sobre la vida. Cuando ya no se puede detener el sufrimiento, se acaba con la vida, pues una tal existencia no tiene sentido.”
El que por nada del mundo quiere sufrir, no puede vivir.
Ante este drama de la eutanasia, los cristianos entendemos el lenguaje del dolor y del sufrimiento. Contamos en nuestro camino con el testimonio y la vivencia del Apóstol San Pablo: “Suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia”. Y en la Segunda Carta a los Corintios nos interpela con su propio testimonio: «Muy gustosamente, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo» (2 Cor 12, 9), y en la carta a los Filipenses dirá «Todo lo puedo en aquél que me conforta»
El que sufre es, por la Gracia, Cristo Redentor: participe en los sufrimientos de Cristo, poniendo lo que falta a sus padecimientos por la Iglesia. Por ello, asistir al que sufre es ayudar al mismo Cristo, es el mismo Señor quien recibe nuestro amor cuando amamos a los demás: a mí me lo hicisteis (Mt 25, 40), responde Jesús cuando hemos tratado a alguien bien, quizá ayudándole en su dolor.
Quien en la fe se abre a esta luz, encuentra consuelo en su sufrimiento y adquiere la capacidad de aliviar el sufrimiento de los demás, y no puede por menos que rechazar para su propia vida y para la de los demás la abominación de los delitos del aborto y de la eutanasia. Siempre sí a la vida…