Hoy es San Joaquín y Santa Ana, los padres de la Virgen, el día de los abuelos. Escribo de ello porque he descubierto con los años qué es lo verdaderamente importante de la vida. Nacemos y morimos demandando amor, por eso se llevan tan bien abuelos y nietos. Entre medias, en los meandros de la existencia, creemos que levantamos castillos sensacionales que dejarán huella en el paso de los siglos. Sin embargo, es todo mucho más sencillo y no ocurre más que una lenta melancolía que añora lo que fuimos. El Día de la Región me dijo Perales que cuando era chico solo soñaba con voltear las montañas de Castejón. Y que, pasado el tiempo, lo único que anhelaba, la verdadera obsesión que lo movía después de dar la vuelta al mundo era volver a la patria del hombre, que es su infancia. Bendita lección de vida.
Tengo varios amigos que han sido abuelos recientemente y es uno de las experiencias que abren las venas al instante. Recuerdo la mía, Macaria, y es como si la sonrisa se abriera por la ventana. Vivió bien hasta el final, con ochenta y ocho años recientes, grabados a fuego en la memoria. Sus cabellos níveos, su frente tersa, la vida asomándose a los ojos para quien quiera verla. Almagreña, chirra, de voluntad inquebrantable, suplió con creces la ausencia de los otros tres abuelos. Nadie nunca como ella hizo el pisto de calabacín, nadie fue capaz de superarla. Tampoco jamás nadie jabelgó como ella lo hizo, echándose el mundo en un barreño. El friso de su vida todavía refulge en las tardes largas verano y las tímidas de invierno. La cal es el reflejo de los cabellos que tanta sabiduría inundaron. Las mujeres manchegas llevan el gen de la longevidad dentro y por eso tienen conversaciones que nosotros jamás alcanzaremos. Mi tía Luisa, con noventa años, es el vivo retrato de mi abuela. Y ahí continúa, para orgullo de la estirpe.
Dicen los que de esto saben que el gran triunfo del sapiens ha sido doblar la esperanza de vida. Antes morían al poco de ser fértiles y ahora duramos casi lo mismo sin capacidad de reproducción. Eso es bueno para la sociedad, pues el cuidado del niño pasa también por los abuelos. En verano, abuelos y nietos se entienden a la perfección. No pasa nada por dejarlo solos, sin que los padres se olviden, claro. Y tampoco ocurre nada por que los abuelos maleduquen a los nietos. Ya vendrán los padres a enderezarlos. Otra cosa son los padres de vocación tardía, que Dios coja confesados. Abuelos y nietos son cara y cruz de la misma moneda, porque anhelan el aire de la vida, el oxígeno del que están hechas las cosas. Una mirada suya contiene el universo y sobreponen, como dice Marañón, la sabiduría a la inteligencia.
Juan Ramón decía hablando de la poesía que “vino primero pura y la fui vistiendo de ropajes”. Sin embargo, con el paso de los años contravino lo anterior y acabó escribiendo uno de los versos más hermosos de la Historia. “¡Intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas!”. Y en esas estamos. Dibujando el nombre y perfilando los adjetivos, en esto pasa la vida. Dios quiera que llegue a abuelo y pueda fundirme en nietos sin atender a mañana. Son regalos de la vida que solo están al alcance de quienes abren bien los ojos. Porque lo mejor que nos trae este periplo, no vale dinero ni cuesta nada. A lo largo del tiempo descubrí que la generosidad y el altruismo son los mayores veleros que mecen la cuna. Nunca jamás en la vida, el egoísmo individual conseguirá tanto rédito y satisfacción personal como el que alcanza darse desinteresadamente a los demás. Esto no se aprende en los libros, está escrito en el envés de las venas por las que fluye la tierra que nos liga al suelo. El pergamino del corazón.