En la práctica futbolística se ha ido imponiendo una forma de comportamiento que va más allá de la pericia en el manejo del balón, las estrategias de juego o la forma física, es el fútbol de teatro.
El fútbol de teatro consiste en transformar a los jugadores en actores, exagerando (hasta lo cómico a veces) cualquier roce, toque o simple cercanía de un contrario. Es habitual ver a jugadores retorcerse de dolor hasta que el árbitro pita la falta o el penalti; acto seguido, una curación milagrosa los lleva a recuperar la salud de forma inmediata, sin rastro alguno de dolencia. Otros ejecutan espantosas caídas en el área cuando nada les ha tocado o se derrumban fulminados al suelo porque les han rozado el hombro. Los especialistas cinematográficos tienen un nuevo campo profesional en el mundo del fútbol, o quizá los futbolistas en el mundo del cine. Algunos lo hacen muy bien.
El reglamento recoge la simulación como una infracción del reglamento, pero raras veces se penaliza. Eso lo ven millones de aficionados, muchos de ellos muy jóvenes, semana tras semana durante la temporada y en los grandes eventos futbolísticos. No es de extrañar que la técnica se extienda en otros ámbitos.
Ocurre cada vez más en la política, donde los contendientes políticos exageran las afrentas recibidas, radicalizando la interpretación de las opiniones ajenas, demonizando al oponente e impidiendo así cualquier tipo de matiz o de diálogo. Los ofendidos cobran protagonismo inmediato. Falta poco para que veamos a los parlamentarios rodando por el suelo del hemiciclo simulando una patada en la espinilla o un codazo en la espalda.
Desgraciadamente, la cosa se extiende también a otros círculos sociales. Parece que es mucho más rentable ser víctima de la sociedad que contribuir en su desarrollo. El victimismo social se ha implantado como la vía óptima para alcanzar cualquier objetivo. Si se quiere conseguir un trato de favor, no hay más que identificarse con algún colectivo castigado, víctima de algo, sea una afrenta presente o pasada hace generaciones, siempre que el daño no sea políticamente inoportuno.
Con la polarización parece implantarse una división obligada entre víctimas y verdugos: el que no es ofendido es ofendedor, o recibes amenazas o las profieres, o eres un humillado o eres un maltratador, eres agredido o agresor.
El efecto de todo esto es la perversión de toda la convivencia. Todo se polariza, la comunidad se hace inviable, el miedo y el odio ocupan el lugar de la fraternidad. ¿Qué podemos hacer?
En el caso del fútbol de teatro, hay que empezar por censurar esas prácticas desde la afición y desde los medios. También penalizarlas con el reglamento, en la medida de lo posible. No puede ser celebrada la mentira.
Para la política de teatro, algo parecido. Los políticos que simulan una ofensa deberían perder su credibilidad, primero para los medios, que no deberían propagar mensajes falsos, y luego por los electores, que deberían favorecer el juego limpio al comprometer su voto. La mentira en política debería merecer una tarjeta roja.
En la convivencia de teatro la cosa es algo más complicada. Muchos de esos comportamientos no son más que imitaciones de lo que se ve en otros ámbitos, aventados por situaciones dolorosas y difíciles de las que cuesta salir. En este caso hay que ser muy críticos con las actitudes, pero muy comprensivos con las personas.
Y el que quiera ver actuar, que vaya al teatro.
GRUPO AREÓPAGO