Si alguien en España es acreedor al alto título de viejo rokero, ese es Juan Pablo Orduñez “El Pirata”, que con sus sesenta y cinco tacos confesados se niega a jubilarse y sigue arrastrando la pata de toda la vida y una melena que le convierte en uno de esos santos laicos dignos de mantener su propia iconografía.
De San Pablo, Pirata y Mártir del rock and roll, Jacobo de la Vorágine, comenzaría su hagiografía contando las veces que se libró por un tris de acabar arrollado en unos tiempos en los que el peligro venía con música de fondo y prometía sexo y drogas a todo pasto y sin importar que salieran del mismo infierno de la mano de Pedro Botero, que en los reinos de España es trasunto del Satán de las películas de Roger Corman. Luego, luego don Jacobo, o don Jacques, que es como le llaman al cuenta santos, más allá de los Pirineos, le adjudicaría como emblemas patrimoniales para que lo tallaran en madera y le añadieran a sus pies, como se añade el gorrino a las tallas de San Antón, un micrófono, una guitarra y una pata de madera. Su peregrinaje desde la Radio Juventud de Talavera, donde escandalizaba a los viejos locutores de la Cadena del Movimiento, hasta la cadena de los obispos, es el Viaje entretenido de Agustín de Rojas de Villandrando, pasado por las crónicas de cien conciertos en un verano de los ochenta contada por la revista Rolling Stones.
Anda ahora, El Pirata, con su museo de recuerdos a cuestas mostrando sus trofeos de guerra por esas Españasen las que ese mundo, con la pandemia a cuestas es una utopía. Camisetas, guitarras, chupas firmadas y enmarcadas, guitarras, entradas… todo el relicario ilustrado del rock. El acopio piadoso de cualquier creyente en la redención por la trinidad que proclamaba su fe.
Decía Juan Pablo en una entrevista de El Mundo, que de aquellos tiempos duros de melenudo quinceañero y cojitranco que le hacía inconfundible en los paseos del Prado, le queda un reflejo condicionado que le salta cuando ve a su lado alguien con uniforme que le pide la documentación. Luego, los polis, le dicen colega y le cuentan que son adictos a su Emisión Pirata. Pero el tío, ni por esas. Le salta el tic y lo que le pide el cuerpo es salir de naja.
Este verano ha dejado el kiosco de las reliquias del rock aparcado en Medina de Pomar y se ha confesado con todo aquel colega que le ha arrimado la alcachofa. La cosa le sonaba a uno a despedida, aunque a éste, trabajando media hora, con vino y con música, como los curas, no hay quien le jubile.