No sé si le queda un miligramo de dignidad política al presidente Pedro Sánchez o si terminó de perder los restos cuando, el otro día, mantuvo el pleno del Congreso para okupar RTVE en medio del arrasador tsunami de la DANA. Pero sí sé que su evidente incapacidad política, personal e institucional para estar mínimamente a la altura de las circunstancias pasará a la historia como un negro capítulo de su tiempo en la Moncloa, que ya venía siendo un pozo de oscuridad. Y ojalá termine cuanto antes: el griterío de la infamia resulta ya ensordecedor.
Este azote de la naturaleza, tan terrible, tan devastador, ha sido uno de esos estallidos históricos que marcan el rumbo de una nación y establecen un antes y un después que ya lo cambia todo. Vienen años duros por delante y no hay vuelta atrás. Aquí se ha trazado una frontera que definirá nuestro camino: una herida nacional, ciudadana, social y, por supuesto, moral. España trágica y sobrecogida. Una brecha de profundidad en el alma de los españoles que se quedará clavada en nuestra memoria y nuestro corazón. Y un Gobierno que desapareció y empezó a echar sus cuentas políticas según caía el diluvio universal y la gente iba desapareciendo.
Esta hecatombe es el fin de una época. Y en ningún momento de estos primeros cinco días hemos sentido que el Gobierno de nuestro país haya dado alguna prioridad a las máximas urgencias de atender a los damnificados, estar con la gente y socorrerla en la tragedia, sino todo lo contrario: cálculo electoral, contienda política, manoseo de la catástrofe y acusar a los rivales de la negligencia propia y la omisión del deber. En lugar de sumar, restar, y hacerlo miserablemente en medio de la muerte, el caos y la destrucción. Un Estado entero, con toda su potencia, sometido.
Y en mitad del cataclismo llegan las palabras de Sánchez que lo explican todo, que entierran su figura en el barro de Paiporta y de Letur, que nos ponen delante el rostro verdadero del presidente del Gobierno: “Si quieren ayuda, que la pidan”. Repito: “Si quieren ayuda, que la pidan”. Su momento de más brillo en estos días trágicos, la hora de su máximo esplendor como representante de su pueblo. Un tío de una vez. Luego está su fuga en la visita de los Reyes y lanzarse contra todo y contra todos para quitarse de encima el lodazal de escombros que él solito se ha echado sobre su cabeza y que definirá su perfil histórico como gobernante. Ahí tenemos a un hombre.
En fin. Sánchez es un político taimado y narcisista al que en esta última semana ya ha conocido toda España, si acaso la única consecuencia positiva del desastre. El fango era él: todo es bulo en este presidente del Gobierno que confunde persona y personaje y cuya obsesión por el poder ya no puede ser más evidente. El presidente va desnudo y, tal como se comportan él y toda la camarilla que le rodea, tal vez no lo sepa o nadie se atreva a decírselo. Tendrá que ser España quien le avise: tal vez, sólo tal vez.
Así que a lo mejor es conveniente que, en esta triste hora de España, alguien convoque unas elecciones generales y le diga a Sánchez que, “si quiere seguir siendo presidente, que lo pida”. Que se lo pida a los españoles, a los valencianos, a los castellano-manchegos. Si quiere, que lo pida. Julián Luis Cebrián, nada sospechoso, ha escrito una combativa columna que se llama “Un monigote frente a la catástrofe”, y la pregunta es inevitable: ¿y quién necesita un monigote?