No ha sido hasta casi los cincuenta cuando uno ha comprobado la enorme fuerza que tiene la sangre que corre por sus venas. Del verano hacia acá, una especie de atracción telúrica me lleva a Almagro de modo constante. No sé si ha sido mi vuelta a Ciudad Real, pero el caso es que se trata del pueblo de mi padre, al que apenas viajé de niño, pero cuyo recuerdo brota de forma permanente en la cabeza. Fui poco a Almagro de chico porque mi padre se trasladó a Ciudad Real siendo muy pequeño, con apenas cinco años. Sin embargo, siempre encontraba hueco para volver y en algunos de esos viajes, siendo yo tan niño como él cuando salió del pueblo, lo acompañé. Y en la memoria guardo igual que si fuera un cofre encriptado, aquellas tardes de sábado que visitábamos a algún familiar en esas casas encaladas hasta el techo, recogidas y abigarradas, entre estufas y chimeneas que caldeaban los cuartos. Por supuesto, como si fuera ayer, veo a mi abuela Macaria haciendo encaje de bolillos sobre el almohadón de tiempo donde clavaba los alfileres igual que si de un mapa del mundo se tratara. Movía el bolillo con la destreza que dan las manos añosas que acariciaban el mundo y lo hacía sin mirarlo, mientras te hablaba detrás de esas gafas gordas de pasta de cuatro dedos. Esas gafas, recuerdo, son las que mentó Bono un día de mitin en la Fábrica de Armas ante doscientas mujeres como ejemplo de progreso, porque permitían enhebrar una aguja que antes parecía imposible. Y me emocionó, recordando a mi abuela con sus lupas de aumento.
Almagro es un regalo del tiempo a los sentidos. Pasear por sus calles es sentir al momento que somos hijos de la memoria y el azar, dispuestos a partes iguales. Su piedra son las suelas del camino andado y por recorrer, al encuentro de lo que fue o esté por venir. Estos días me veo como el último protagonista de Cien años de soledad, aquel mítico Buendía que fue adelantando los legajos para saber qué ocurría en la actualidad. Sólo que al revés. Busco en la parte de atrás porque el futuro ya tiene sus escrituras. Y trato como Ariadna, tirar del hilo que me lleve a algún lado.
He conocido a Hortensia, prima hermana de mi padre, que me habló como si estuvieran vivos de mi abuela, mis tíos y primos. Y a uno se le aturulla la mente, porque no ve espacio en su raciocinio para el tiempo que quedó fuera de nuestras manos. Y somos hijos de la necesidad y el azar, sin duda. Una explicación de piedra que atraviesa los siglos y aparece por casualidad igual que la baraja del Corral de Comedias que permitió su hallazgo hace setenta y cinco años. Es como la magia desnuda ante un niño chico que abre la boca y no es capaz de cerrarla. He de agradecer a Cele – y a Miguel Ángel Valverde por presentármelo- ese hilo lanzado hacia la cueva de Teseo. Es uno de los mejores guías turísticos de Almagro y un apasionado de la Historia y su pueblo. Con personajes como él se escribe el tiempo a base de lecturas, encuentros y conocimientos. Los Chirros son una gran familia almagreña de múltiples cabezas. Mi abuela tuvo veintiún hermanos… Y ahora aparecen como cosas del destino las segundas y terceras generaciones, como árboles frondosos del espacio o cardenchas lanzadas al viento entre la Mancha y Calatrava. No podemos sustraernos a lo que somos. Viento, polvo, lluvia y ceniza arrastrada a nuestros días. Con un rescoldo de brasas, que prenden siempre al corazón enamorado.