Hay regalos al alcance de la mano que se nos escapan por desconocimiento o pereza. Pero esta vez me anduve lista y decidí empaparme del alma de la música para consuelo de mi espíritu. El pasado sábado tuve la suerte de asistir a la representación del Réquiem de Wolfgang Amadeus Mozart en el Palacio de Congresos de Toledo, interpretado por la Orquesta de Santa Cecilia, dirigida por José Luis López Antón, y por la Sociedad Coral Excelentia de Madrid.

Sentada cerca del escenario viví un viaje espiritual muy especial que me invitaba, casi obligaba, a reflexionar sobre los misterios más profundos de la vida –esa que me bebo a bocanadas– y la muerte –esa que no quiero ver cercana–. Es curioso cómo Mozart la creó en un contexto de incertidumbre y la dejó inconclusa en sus últimos días de vida. Será entonces esta la razón por la que esta obra trasciende el tiempo, tocando las fibras más íntimas de quienes la interpretan y de quienes la escuchan.

La suerte en la vida me acompaña y, a la salida, pude disfrutar junto con mi preciosa amiga Diana Sanjuan de la compañía de dos de los miembros del coro: en concreto, Elena Tejeda (soprano) y Jesús Aguado (barítono). Es de justicia decir que la cerveza que después relajó los sentidos apeló de nuevo a la necesidad de conocer qué sienten al interpretar tan maravillosa obra, y de sus palabras y emociones aprendí lo que a continuación les cuento.

¿Qué significa para los intérpretes el Réquiem de Mozart? Es más que un desafío técnico: es una confesión del alma. Desde las primeras notas del Introitus, quienes lo cantan sienten que no están simplemente haciendo música; están participando en un ritual cargado de significado. La obra les exige no solo destreza vocal, sino una entrega total, como debería ser cada momento vivido, incluso el del último suspiro. Cada movimiento de la batuta apela a lo más humano y vulnerable, enfrentándolos a sus emociones más profundas.

Llegado el momento del Dies Irae, la orquesta y sus voces retumbaban con una fuerza casi apocalíptica, haciendo que los bajos y tenores encarnaran la gravedad y la intensidad de un juicio inminente. Las sopranos y contraltos, por su parte, aportaban una pureza y una elevación que parecen querer tocar el cielo. Sin embargo, es en el Lacrimosa donde los cantantes experimentan algo único: el llanto contenido de la música se convierte en un reflejo de su propia fragilidad.

Cantar el Réquiem en un coro no es una tarea solitaria; es un acto colectivo, una comunión de voces que se entrelazan para crear algo que trasciende lo individual. Y cada interpretación es absolutamente diferente porque se encuentra impregnada del alma del director. Todas las voces se mezclan en una misma respiración y en un único latir marcado por la magia de una batuta. En ese acto de unión, los cantantes se sienten parte de algo más grande que ellos mismos, algo eterno que conecta generaciones y culturas. Es, como muchos lo describen, una experiencia espiritual que transforma.

Me vuelve loca la forma en que Elena Tejeda y Jesús Aguado describen la música. Para Elena: “Es mi pasión, lo que me eleva el alma y un porcentaje muy grande de mi felicidad al tener la oportunidad de interpretar obras tan maravillosas y hacer vibrar el alma de quienes nos escuchan”. Para Jesús: “Es el alma. No entiendo la vida sin ella; inspira toda mi vida, los momentos bonitos y los menos hermosos”.

Para el público, para mí, asistir a una interpretación del Réquiem de Mozart es adentrarse en un universo que va más allá de lo audible. La música envuelve desde el primer instante, llevándonos a un espacio donde las palabras no alcanzan. El Dies Irae golpea como un trueno, encogiendo el alma con su intensidad.

Cuando llega el Agnus Dei o el Lux Aeterna, sus notas acunan el cuerpo y lo abrazan de una forma tal que actúan como un bálsamo para el espíritu. En ellos, la música parece prometer que, más allá del caos y la oscuridad, existe una luz que nunca se apaga. Quizás integran la fe en una vida eterna. Las lágrimas silenciosas que brotan de lo más hondo no son de tristeza, sino de algo más profundo: el reconocimiento de la belleza, el consuelo ante lo efímero y la esperanza en lo eterno.

El Réquiem de Mozart nos recuerda la importancia de la música en la vida humana. No es solo un medio de entretenimiento; es una necesidad espiritual. Cuando las últimas notas del Réquiem se apagan en el aire, lo que queda no es un vacío, sino un eco lleno de significado. Todos, intérpretes y espectadores, compartimos una experiencia que nos trasciende, una conexión que no entiende de tiempo ni de espacio. Es en ese silencio posterior, cargado de emoción, donde se revela la verdadera magia de la música, solo interrumpida por la emoción de los aplausos.

Es verdad que amo las artes, y con pasión la música. Fueron mis padres quienes introdujeron en mí el hermoso elixir de no poder vivir sin ella. No se queden sin vivir instantes llenos de plenitud a través de la música; no hay que ser un erudito para apreciarla y sentirla.