La Navidad aterriza cada año en el mes de diciembre con sus luces, su música y su promesa de magia. Pero ¿dónde está esa magia cuando la vida nos golpea? ¿Cómo podemos abrazar el espíritu navideño cuando las sillas vacías en la mesa nos recuerdan a quienes se han ido, cuando en muchas casas no habrá ni sillas donde sentarse? En medio del ruido de las compras y el brillo de las decoraciones, es fácil perderse. Incluso en un marketing que toca emociones podemos vislumbrarla, pero tanto la hemos disfrazado de jolgorio que no la encontramos en esencia.
La Navidad sigue siendo una invitación: una llamada a mirar hacia dentro, a recordar lo que realmente importa. Pero hacemos más caso al décimo compartido para regalar la suerte, a los dulces en la empresa para hacer sonreír a los compañeros, a los adornos en casa para que chicos, adolescentes y mayores participen en su puesta en marcha cada puente de la Inmaculada, que a toda esa cantidad de amor que rezuma en nuestro interior y que puede hacer cambiar el rumbo del año que comienza.
Lo curioso de esta fecha es que, para algunos, la Navidad es un momento de alegría pura, de risas en familia y abrazos cálidos. Pero para muchos otros, esta época es un recordatorio de lo que falta. Está la soledad, que parece hacerse más grande cuando todo el mundo celebra; las ausencias que pesan más cuando las canciones hablan de reencuentros; y las dificultades económicas, que convierten la idea de “dar” en un lujo inalcanzable. En estos casos, la Navidad puede parecer vacía, una fecha más que superar.
Pero hay algo profundamente humano en estas fiestas. La Navidad no es una meta ni un ideal perfecto. Es, sobre todo, un tiempo de compartir. Conexión con los demás, con nosotros mismos y con el mundo que nos rodea. Quizá este sea el mejor momento para recordar que no estamos solos, que incluso en la oscuridad hay luces que brillan por pequeñas que sean. Y para esto solo hace falta tener ganas, porque la fecha nos viene dada, las vacaciones otorgadas, las personas que queremos sabemos que son las justas y lo de comer bien puede apañarse con un puchero y unas gachas, que nos hemos vuelto muy espumosos.
Para muestra un botón: en Islandia, por ejemplo, tienen una costumbre preciosa llamada Jólabókaflóð, de regalar libros el 24 de diciembre y pasarse la noche leyendo junto a una taza de chocolate caliente. ¿No sería hermoso hacer algo así? Crear momentos que no dependan de lo material, sino de lo compartido. En Japón, la Navidad no es una festividad religiosa, sino una excusa para estar con los amigos o la pareja, cenando juntos. En algunas comunidades de España, los belenes vivientes aún reúnen a vecinos que trabajan juntos para representar la historia más antigua de la Navidad.
Pero, más allá de las costumbres, el verdadero encanto está en los pequeños gestos: en una visita inesperada, en un abrazo que dice “te he echado de menos”, en una conversación sincera que nos acerca al otro. A veces, todo lo que alguien necesita es que lo escuchen, que lo incluyan, que lo hagan sentir parte de algo.
Quizá también sea momento de replantearnos lo que entendemos por “celebrar”. El axioma de la Navidad es consumismo; la hemos convertido en una carrera frenética por comprar regalos, decorar la casa y preparar cenas perfectas. Pero ¿quién dijo que a todos nos gusta cocinar o que lo único que nos importa es estar perfectos? Tal vez la Navidad más perfecta sea la que no se ve en las fotos, la que ocurre entre risas imperfectas, platos sencillos y miradas que dicen más que mil palabras.
Los niños nos recuerdan esta verdad. Ellos no necesitan el juguete más caro ni el árbol más alto (salvo que les creemos esa necesidad con mil catálogos); necesitan momentos. Necesitan que apaguemos las pantallas y juguemos con ellos, que contemos historias de nuestras navidades pasadas o que hagamos algo tan simple como hornear galletas juntos. Los recuerdos más felices no se compran, se construyen.
Y, finalmente, está la conexión con nosotros mismos. La Navidad, más que un final, es un momento de transición, un puente entre lo que fue y lo que está por venir. Es un tiempo para detenernos, mirar atrás y preguntarnos: ¿qué quiero dejar ir este año? ¿Qué quiero sembrar en el próximo? Quizá escribir una carta al futuro o simplemente reflexionar sobre nuestros sueños sea el mejor regalo que podamos hacernos. Tampoco hace ningún mal pensar un poco en nuestras ilusiones.
Porque, al final, eso es la Navidad: un regalo. No el que se envuelve en papel brillante, sino el que se da con el corazón. El regalo de estar presentes, de amar y ser amados, de encontrar belleza incluso en los días más oscuros.
Así que, este año, mientras las luces brillan y los villancicos suenan, no busques una Navidad perfecta. Busca una Navidad que te haga sentir. Una Navidad que no dependa de lo que compras, sino de con quién la compartas.
A ti, lector, y a toda tu familia, les deseo una preciosa Navidad 2024. ¡Hagámonos ricos en buen amor!