El sábado estuve de evento navideño, como que creo que un porcentaje muy elevado de ustedes, queridos lectores. La cosa pintaba bien: comida con las amigas de siempre, a las que veo, pero no lo suficiente, por lo que había mucho de lo que hablar. Y recalco lo de que pintaba bien, porque, como podrán intuir, las cosas no fueron tal y como yo me esperaba cuando llegué al restaurante…

No tuvimos que esperar mucho. Antes de que nos sirvieran el aperitivo, los comensales de la mesa de enfrente, una veintena de hombres con los 40 más que cumplidos, comenzaron a cantar a voz en grito, y no precisamente villancicos. No voy a repetir aquí las letras, todas ellas sacadas de un autobús escolar de los 80, pero créanme si les digo que las obscenidades con las que nos tocó acompañar la ensalada fueron más que lamentables.

La cosa no mejoró con el segundo plato. Cuando todos llevaban ya dos o tres botellas de vino de más, el que hacía de líder -es decir, el que más obscenidades soltaba por minuto- sacó un altavoz inalámbrico y, cosas de la tecnología, le puso banda sonora a una infumable retahíla de historias de burdel y supuestas hazañas amatorias, que los demás aplaudían. El único calificativo que se me ocurre para lo que nos tocó soportar es el de repugnante.

Eché en falta un toque de atención desde la barra al grupo, pero entiendo perfectamente a la camarera -su cara era un poema-, ya que ninguna de nosotras se atrevió tampoco a decirles nada, ni siquiera un “por favor, pueden bajar la voz”. Y es que todas sabíamos de sobra la contestación que íbamos a recibir a cambio. Nos tocó dejar el postre a medias, e irnos con el café a otra parte.

No obstante, durante el resto de la tarde cayó sobre mí una sensación que hacía tiempo que no sentía: la del miedo. Entiéndanlo bien queridos lectores, no miedo a que pudieran hacernos algo, es ese otro miedo, el miedo a hablar, a decir, miedo, en definitiva, a recibir esa retahíla de insultos y gestos humillantes y llenos de odio, que todas, lamentablemente, conocemos. ¿Me equivoco?

La cosa no mejoró cuando, según íbamos buscando aparcamiento, vimos como un veinteañero aparcaba su coche en una zona reservada para minusválidos (obviamente sin pegatina acreditativa) y salía de él riendo y tirando una colilla al suelo. Y es aquí cuando se me apareció ‘Towanda’. ¿Se acuerdan de ella?

A los más despistados, o jóvenes, les pongo en antecedentes: Towanda es el ‘grito de guerra’ con el que la protagonista de la película ‘Tomates verdes fritos’ hacía frente a las vejaciones a las que por su sexo, edad o físico se veía constantemente sometida. Vamos, lo que hoy llamaríamos empoderamiento. La escena en la que Cathy Bates destroza el coche de unas adolescentes que la habían llamado vieja es simplemente sublime, por no hablar de la frase “soy más vieja y mi seguro lo cubre todo”…

De la publicación de esta columna a Nochebuena me quedan, si la memoria no me falla, tres eventos navideños. ¿Tendré que sacar a Towanda de paseo antes de que acabe el año? Se verá.