En estos días en que la vida acontece entre comer y beber, les propongo una reflexión sobre lo mucho que tienen en común la química y la cocina.
Hace algún tiempo tuve el placer de asistir a una sesión en la que mi química de referencia, María José, y mi admirada microbióloga, Susana, intercambiaban saberes y experiencias con ese astro de los fogones que es Iván Cerdeño.
De aquel encuentro aprendí que cocer un huevo es cuestión de termodinámica (porque la clara cuaja en función de la temperatura) y de cinética (porque la yema cuaja según el tiempo). Y que al pasar un filete por la plancha estás provocando una glucosilación no enzimática. O lo que es lo mismo, practicando la célebre reacción de Maillard, responsable del apetitoso color dorado.
También conocí cómo se comporta químicamente el alginato, un polisacárido natural presente en determinadas especies de algas pardas, que en presencia de agua y cloruro cálcico ayuda a formar pequeñas bolas de contenido líquido que subliman el sabor una vez estallan en la boca. Sí, amigos y amigas, son las esferificaciones.
Pero esto ya lo sabíamos por Masterchef, donde, seguramente, también hemos visto nuestra primera gastrovac (que según María José no es tan diferente de un rotavapor) y un roner, que viene siendo como el baño termostático tan habitual en los laboratorios de química.
La tecnología y el método científico señorean en las altas cocinas, muy especialmente cuando chefs como Cerdeño han hecho de la curiosidad virtud. Por entonces, el laureado cocinero andaba interesado en la fermentación, un proceso en el que Susana es maestra.
Esa transformación química mediada por bacterias, mohos o levaduras convierte las materias primas como el mosto, la harina o la leche en otras cosas que no tienen nada que ver y que nos encantan. Son los buenos buenísimos del micromundo, en contraposición a esos malos malísimos responsables de gripes, candidiasis, salmonelosis y otras molestas patologías incompatibles con el buen vivir.
Susana explica a menudo que la fermentación es, básicamente, la transformación de los azúcares en otros compuestos como el etanol, el acético, el láctico o el dióxido de carbono. Y que existen varios tipos de fermentación según qué microorganismo actúe. Por ejemplo, las levaduras son responsables de la fermentación alcohólica que hace posible el pan, el kéfir, el vino o la cerveza; las bacterias lácticas están detrás del yogur, el queso o los encurtidos y los mohos nos procuran los ricos quesos azules.
Esta tecnóloga de los alimentos, que allá donde puede alaba las cualidades de estos microorganismos, señala que la fermentación es tan antigua como la humanidad y que, además de conservar, modifica las cualidades organolépticas de los productos. Se pueden fermentar verduras, pescados y hasta flores de sauco, tal y como demostró Cerdeño aquella tarde, en la que también presentó un plato con humildes solanáceas mutadas en ese encurtido delicioso que es la berenjena de Almagro.
Porque la berenjena, tras reposar a temperatura ambiente en un baño de agua, sal, vinagre y especias durante los meses más cálidos, fermenta espontáneamente transformando sus azúcares en ácidos orgánicos. Esta supuesta magia, que solo es ciencia, hace que baje el pH y el alimento queda protegido frente a microorganismos alterantes, esto es, que lo estropeen.
Ahora que seguramente tenemos más tiempo para alimentar nuestra curiosidad o profundizar en nuestras aficiones, les invito a descubrir la exquisita novela de Bonnie Garmus Lecciones de química, en la que una científica víctima de su tiempo se convierte en estrella de la televisión aliñando ensaladas con cloruro sódico y ácido acético. Si quieren ver a la capitana Marvel encarnando a la gran Elizabet Zott, también pueden echar un ojo al catálogo catódico y disfrutar de la serie, que se titula igual que este artículo.
Ocurre, como casi siempre que te acercas a la química o a las químicas, que adquieres algo más que cultura científica.