Cada 14 de febrero, el mundo entero se pone de acuerdo en algo insólito: dejar el cinismo en la puerta y encender las velas del amor, como si alguien pulsara un interruptor gigante en el cielo. Durante un día, los corazones laten en alta definición, las parejas se miran como si protagonizaran una película francesa y hasta los escépticos más resistentes sienten un cosquilleo sospechoso en el estómago (quizás sea el empacho de bombones, pero dejémoslo en incógnita).

San Valentín es esa tempestad de azúcar que todo lo empapa, ese perfume dulzón que inunda las calles, esa ola de energía que convierte un viernes cualquiera en un vals de besos, WhatsApp empalagosos y flores que intentan, por todos los medios, no marchitarse antes de llegar a casa. Sí, lo sé, es un despilfarro de cursilería, un espectáculo del consumismo, pero también es un apagón mundial del escepticismo. Por unas horas, la gente ama sin sarcasmo, sin miedo al ridículo, como si el amor fuera un idioma que todos, de repente, recordamos hablar con fluidez.

Y en medio de este caos de corazones de papel y cajas de bombones, están ellos: los ángeles cupidos, esas criaturas traviesas que, cada año, afilan sus flechas y se dedican a hacer de las suyas. Nadie los ve, pero todos los hemos sentido alguna vez. Son los responsables de que dos extraños se crucen en la esquina exacta, de que un mensaje inesperado ilumine una pantalla, de que alguien sienta un latido distinto al escuchar una risa. Son esos pequeños diablillos disfrazados de ángeles que nos empujan sin previo aviso a la ilusión, al vértigo de lo inesperado, al dulce desastre de enamorarnos cuando menos lo planeamos y a esas maravillosas mariposas que convierten el estomago en un tiovivo con música de Abba.

Lo fascinante es que esta conspiración mundial del afecto no distingue pasaportes ni husos horarios ¡qué maravilla! En Brasil, alguien deja una carta anónima en un buzón. En Buenos Aires, un abuelo compra flores para su esposa con la que lleva más de 50 años casado. En París, un camarero observa, con una sonrisa bobalicona, cómo dos desconocidos se enamoran tomando un café en el barrio Latino. En Madrid, un niño quiere regalarle una flor a la Cibeles. No importa el rincón del planeta: el aire se carga de un voltaje especial, como si el mundo, por un santiamén, dejara de ser un lugar gris y decidiera latir con luz propia.

Por supuesto, no todo el mundo se sube al tren del amor. Están los que resoplan cuando ven escaparates llenos de corazones, los que se refugian en la ironía como si fuera un paraguas contra la lluvia rosa del amor. “Es solo un invento comercial”, dicen, con el mismo desdén con el que el chaval que está despechado. Y sí, claro, el capitalismo ha puesto su sello en la fecha, inflando los precios de las cenas y multiplicando la producción de ositos de peluche con corazones XXL. Pero ¿acaso no es hermoso que, aunque sea por razones comerciales, el amor tenga su propio día de desfiles y fuegos artificiales?

Porque, seamos sinceros, si hay algo que este mundo necesita con urgencia es más amor del bueno. Amor en todas sus versiones: el que se regala sin expectativas, el que se cultiva con paciencia, el que resiste los embates del tiempo sin perder su brillo. Un solo día de ternura colectiva no va a resolver guerras ni crisis, pero quizás logre que alguien se sienta un poco menos solo, que un “te quiero” llegue justo cuando hace falta, que un abrazo prolongue su duración dos segundos más de lo habitual.

El truco, claro, está en que esta chispa no se extinga cuando el calendario pase de página. Que el amor no sea una fecha de caducidad, un descuento de temporada, una chispa que brilla un segundo y desaparece. Que aprendamos a amar con la misma intensidad un lunes cualquiera, con el mismo derroche de detalles y sin necesidad de un peluche con voz robótica que diga “te quiero”.

Porque, después de todo, el amor es el único motor que nunca debería quedarse sin batería. Y si algún día sientes que la chispa se apaga, no te preocupes: en algún rincón del universo, un pequeño cupido está afilando su flecha, listo para volver a hacer de las suyas.