Fui hija antes de ser todo lo demás. Antes de los títulos y las edades, de los aprendizajes y los tropiezos, fui hija de un hombre que me enseñó a caminar en el mundo sin darme cuenta. De él heredé la fuerza sin aspavientos, el amor que no se proclama, pero se siente, la protección sin cadenas, el consejo que no impone, la mirada que alienta.
Un padre es muchas cosas. Es la voz grave que nos enseña el mundo desde su propia guerra con la vida, la mano firme que nos sujeta en los primeros pasos, el escudo silencioso que se interpone entre nosotros y la dureza del destino. Pero también hay padres que, además de serlo, se convierten en madres cuando hace falta. Hombres que aprenden a hacer coletas con más voluntad que destreza, que cambian pañales con una mezcla de determinación y espanto, que cruzan la ciudad empujando carritos de bebés con la misma concentración con la que un piloto aterriza un avión.
¡Cuántos padres y abuelos, en los parques, sudorosos y nerviosos han intentado abrir una silla de paseo mientras sus criaturas lloran impacientes! Las sillas, esas con un sistema de cierre más complicado que un rompecabezas, que parecen desafiarlos con saña. Empujan, tiran, intentan con el pie, con las dos manos, incluso con la barbilla. Y nada les funciona. Hasta que, con el niño en un brazo y la frustración pintada en la cara, miran a su alrededor y gritan con resignación: "Pero ¡quién diseña estas cosas, un ingeniero espacial que no tiene hijos!". No sé cómo, pero al final lo logran después de decir mil improperios. Y ahí están, con el orgullo de quien acaba de ganar una batalla.
Y luego están los abuelos, esos padres que nunca dejan de serlo, que vuelven a empezar con sus nietos, redescubriendo la paternidad desde la ternura y la paciencia infinita. Son los que se enfrentan, con valentía y sin manual de instrucciones, a las nuevas tecnologías de la crianza: mochilas portabebés que parecen diseñadas por ingenieros de la NASA, biberones con más piezas que un motor de coche. Y lo hacen con amor, con ese amor que nunca se cansa, que nunca se jubila, que nunca deja de estar.
Pero un día la vida nos arrebata a ese padre. Y entonces nada, absolutamente nada, vuelve a ser igual. Se queda un vacío que nadie puede llenar, un hueco en la mesa y en el alma. Descubrimos que su voz en nuestra memoria no es suficiente, que sus enseñanzas duelen cuando ya no hay quien las repita, que la ausencia pesa más que cualquier despedida. Porque no importa la edad que tengamos, perder a un padre es quedarnos un poco huérfanos de todo: de su amor, de su apoyo, de esa seguridad que daba el simple hecho de saberlo ahí.
El mundo sigue girando, aprendemos a vivir con la ausencia, a hablarle en silencio, a buscarlo en los detalles cotidianos, en el olor de su camisa que aún guardamos, en los consejos que nos damos a nosotros mismos imitando su voz, en la silla vacía que siempre nos recuerda que hubo alguien que nos quiso más de lo que nunca podremos explicar.
Recuerdo a una amiga que me contó que su padre siempre le dejaba un café preparado cada mañana, con una notita escrita en un papel cualquiera: "No olvides tu sonrisa", "Hoy será un gran día", "Confío en ti". Ella nunca le dio demasiada importancia hasta que un día él ya no estuvo. Entonces empezó a guardar los papelitos como pequeños tesoros, los releía una y otra vez, buscando en esas letras la presencia que la vida le había arrebatado. “No sabes lo que daría por recibir una más”, me dijo con los ojos humedecidos.
Por eso, en este Día del Padre, mi homenaje no es solo a la figura solemne e inalcanzable, sino al hombre de carne y hueso, al padre que todo hijo tiene y necesita, el primer referente y el testigo más fiel de los pasos en esta vida. A los padres que aman sin ruido, que protegen sin alardes, que enseñan con el ejemplo y se quedan en el alma como la herencia más valiosa.
Y a esos padres que también son madres, que se arremangan para todo, que hacen de la crianza un acto de amor sin etiquetas ni excusas, que se convierten en el todo de sus hijos, incluso cuando el tiempo les convierte en abuelos… a ellos, mi más profunda admiración.
Porque el amor de un padre no se toca, pero se siente en cada decisión, en cada recuerdo, en cada parte de lo que somos. Felicidades a todos los padres en este día maravilloso, pero sobre todo a aquéllos que lo son de verdad.