Me conmueve el escritor Manuel Vilas en su libro “Alegría”. Me gusta decirlo así: el escritor y su libro. “Alegría” es un volumen duro para este tiempo desolador que estamos viviendo, pero yo sólo encuentro motivos para el optimismo entre sus páginas. Me gusta darle la cara a la esperanza. “Alegría” está muy bien titulado, es una obra, una novela, un diario, lo que quiera que sea, de búsqueda de la belleza y la felicidad, de esforzadísimo camino hacia uno mismo, y todas sus páginas, una detrás de otra, me ofrecen algún motivo para intentar mantenerme de pie en el mundo y sonreír, pese a todo. Pese a estas dramáticas horas. Ya con “Ordesa”, maravilloso antecedente de esta “Alegría”, tuve el sentimiento profundo de que Manuel Vilas escribía también de mí y lo hacía con tal conocimiento de causa que su lectura fue emocionante y reveladora de una conexión emocional que no sé de dónde partía, ni sus causas, ni el movimiento personal o generacional que había provocado esa conmoción interior. Esa comunión. Pero ahí estaba y ahora en “Alegría” se renueva este sentimiento, a ratos con especial intensidad.
La felicidad es una chispa generalmente abstracta y muy escurridiza, que sólo llega de tarde en tarde, pero por la que hay que luchar en cada minuto. Es como la inspiración: te debe llegar trabajando y de ese choque saldrá la magia. Hay que esforzarse por la alegría, pelear por ella, sobreponerse a las voluntades contrarias y hacer que salga a flote una y otra vez. Dejar a la alegría marcharse en la zozobra y ver cómo desaparece el barco, naufragando, es una opción dura pero cómoda y sencilla: la felicidad exige un duro trabajo, pero tiene su recompensa, aporta equilibrio y tranquilidad, y en el peor de los casos nos entrega en el corazón el premio de haberlo intentado, y eso ya es una enorme caricia en la piel. Cito de nuevo a Arthur Schopenhauer, tan a propósito en este momento de España y el mundo: “Nada hay que pueda sustituir tan perfectamente como la alegría a cualquier otro bien… Por ello debemos abrir todas las puertas a la alegría, cuando sea que llegue. Porque nunca llega a deshora”.
Escribo en la tarde del sábado 28 de marzo, en medio de duras noticias, desconcertado y lleno de dudas y miedos. Justo son las ocho de la tarde, los balcones y ventanas se llenan de aplausos. Salgo a sumarme un día más a esta gran ola de esperanza de España. Y, pensando en nuestra vida y en estas circunstancias, voy pasando páginas de “Alegría”, imaginando también la vida de Manuel Vilas, la que tiene y la que tuvo, su prosa firme y tan bella y su equilibrio a veces tambaleante, su familia, su amor, sus hijos, sus padres, y me encuentro de pronto con estas palabras conmovedoras que, tal vez paradójicamente, me parecen tan esperanzadas en medio de la tormenta infinita: “Porque sé que yo no era feliz en ese año de 2007, no lo era. No, no lo era. Es muy posible que ahora tampoco lo sea. Es muy posible que no lo sea nunca. Pero una cosa es cierta: lo estoy intentando, de manera desgarrada”.
Me conmueve, me impresiona. Esta actitud vital, profunda, me parece ahora una de las grandes hazañas del ser humano. La alegría de Vilas, gran Vilas, es también nuestra alegría. La alegría de todos. Luchemos por ella. Porque sí: todo saldrá bien.