Ha muerto Luis Eduardo Aute. El gran Aute. Sólo tengo sentimientos de tristeza y de ternura. De mucha melancolía. Me acompañó en toda mi adolescencia y desde entonces siempre ha ido conmigo. Siempre. Con Aute empecé a entrar por muchas puertas en la vida y ahí han estado su palabra y su guitarra vigilando mi camino, sobrevolándolo, poniendo la banda sonora a los pasos que uno ha ido dando. Con Aute hubo muchas primeras veces y jamás dejé de escuchar sus discos, con esas canciones tan emblemáticas, esas letras preciosas y sencillas de las que me enamoré. Con las que anduve siempre enamorado. Ha muerto Aute y se ha ido con él uno de los tres o cuatro grandes referentes musicales y poéticos que llevo en la mochila desde los catorce años, ese descubrimiento que me deslumbró un día por la radio, bendita radio que me salvó de tantas soledades, y que se venía conmigo al instituto y luego al parque por las tardes. Que siempre fue a mi lado.
Pienso en Aute y recuerdo las vías del tren en las que me hacía fotos simbólicas y pretenciosas de adolescente despistado, las carpetas colegiales de chaval llenas de ídolos y recortes de revistas de colores, algunos buenos amigos del instituto con los que íbamos al Morning a escuchar a Bob Dylan y Bruce Springsteen, a los Clash y a los Ramones. Recuerdo toda una época que marcó para siempre una forma de ser y de pensar y en la que Luis Eduardo Aute era siempre figura principal. Omnipresente referencia. Sin tu latido, Aute, el mundo ya no va a ser el mismo. Pulsará de otra manera. Empezó a dejar de serlo en aquellos días amargos en los que Aute desapareció en una sombra que ahora se lleva todo por delante y nos mete ya de lleno en un tiempo nuevo que será necesariamente diferente. Qué días terribles.
Pienso en Aute, y un poco más tardíamente en Joaquín Sabina, y recuerdo besos furtivos pegados a mi viejo tocadiscos, las apasionantes tiendas de discos que tanto frecuentaba y las seiscientas pesetas que, de mi trabajo y mis ahorros, me gastaba para llevarme a casa esas portadas, esas letras, esos maravillosos elepés que estrenaba con emoción y que me fascinaban y me conmovían. Que tanto me gustaba abrir y toquetear. Baile pegados para dos. Por encima de la música estaba Aute en mis catorce años y nunca ya se despegaron de mí esas canciones, esa eterna melancolía, esa búsqueda constante del amor y la belleza y las palabras bonitas y bien dichas. A Luis Eduardo Aute lo vi solo dos veces en directo, no pude más, pero me sabía y me sé sus canciones más emblemáticas de memoria y recuerdo un día en acústico en el Palenque una noche de fascinación tan grande y emocionante que se me quiebra la mano al escribir. Qué bonito.
No hace falta que lo diga, pero así es: me apasiona Aute, me encandila, me lleva de tiempo y de lugar. Siempre irán sus canciones en mi pobre corazón. Hasta siempre, gracias por tanto y directo al cielo.