La vida pública española se ha llenado de charlatanes y demagogos. Y es muy difícil salvar cualquier cosa “cuando le ha llegado la hora de caer bajo el poder de los demagogos”, como escribió Ortega, ya entonces, en La rebelión de las masas. Qué insufrible verborrea y que constante banalidad en el ruedo político nacional. Se ha perdido por completo el respeto al valor de la palabra y todo el escenario se ha inundado de un magma de propaganda en el que la verdad es casi imposible de encontrar. La acción política es un puro espectáculo en falsete para robar espacio al conocimiento. Todo el mundo dice sin decir nada, más allá de la consigna y los lugares comunes, y sólo importa parecer para engatusar. Adherir, engañar, teñirlo todo de una nube de oscuridad en la que nada pueda verse claro más que el santo y seña de los frontispicios del poder. Postureo y maquillaje. El teatrillo nacional se llena entero con botes de humo convenientemente diseñados y todos disfrutamos del aroma leyendo el periódico a la hora del desayuno o en los telediarios cuando nos disponemos a comer. El ruido no deja que escuchemos nada auténtico que lleve algo de verdad: los ciudadanos estamos solos.
Y así una y otra vez. El último artefacto ideológico que vuelve, y lo hace de forma sectaria y recurrente, siempre con el objetivo de mellarle el rumbo a la claridad del día, es el mantra de la “memoria histórica”, que ni es memoria ni es histórica, ahora disfrazada con el cartelón de “memoria democrática”, otra vuelta de tuerca a la manipulación de la verdad para aprovechar la ingenuidad de los incautos y darle gasolina doctrinaria a los muy cafeteros de siempre. Intentar el borrado de lo que fue. Porque la memoria no puede tener apellidos por una razón elemental: su única condición es la verdad de los hechos y la honestidad en el relato, y mal puede compadecerse todo eso con el atracón ideológico y el ánimo populista que es el signo del poder en nuestro tiempo, preocupado no de la realidad sino tan sólo de aquel sesgo de la realidad, parcelita escuálida, que sirve a sus intereses torticeros y particulares. No les importa tanto la memoria, ni la historia, ni la democracia como el poder y su permanencia en él con todos los medios que encuentren a su alcance. A diario lo estamos viendo: la política, la justicia, los medios, la calle. Las leyes, las instituciones todas. La memoria, en fin.
Y vuelvo a Ortega: “Se ha abusado de la palabra, y por eso ha caído en desprestigio”, dijo igualmente denunciando que se usa el lenguaje “sin respeto ni precauciones”, y en este manoseo llegamos a lo que el poder pretende, que no es la memoria sino su ocultación, o sea la falta de memoria. La memoria de un día: sin recorrido, sin esencia, escondida tras la torrencial vaciedad del relato de hoy en día, aplastada bajo toneladas de sustancia gaseosa. La memoria de pez, que es justamente lo contrario de la memoria, esa que según Nietzsche define al hombre superior, el ser “de la más larga memoria”. Ponerle desde el poder a la memoria este apellido, democrático o cualquier otro, no es más que faltarle al respeto a “este tesoro único del hombre”, su privilegio y su señal, en palabras también de Ortega, del que dice Pedro Cuartango en su maravilloso Elogio de la quietud que fue “un hombre bueno que jamás hizo daño a nadie” y se tuvo que marchar de España porque no tenía sitio en este país “tan dado al resentimiento y al revanchismo”. Este país tan dado a esta memoria nebulosa que nos lanzan a la gente, diría yo, con disparos cargados con las balas del olvido.
Y termina Cuartango: “Creo que la memoria histórica consiste en rescatar lo mejor de nuestro pasado sin necesidad de desenterrar a los muertos, por lo que me parece más sano leer a Ortega que discutir sobre lo que hay que hacer con el Valle de los Caídos”. O sea, la verdad, el conocimiento y la vida mejor que el engaño, la oscuridad y el resentimiento, promovidos además a mayor gloria de los inquilinos del poder.