Da gusto leer a quien escribe bien. A los grandes. Escuchar a los que hablan con claridad y sencillez. Es una maravilla atender a las palabras bien dichas, que tienen por sí mismas valor y no se ocultan detrás de argucias rimbombantes para esconder lo que en realidad arrastran consigo. Manoseo de lenguaraces: la mentira que los lleva, o su oscuridad. No puedo soportar ya la palabrería hueca y tramposa, construida para el artificio o el engaño, la charlatanería que provoca cada vez una inundación de verborrea porque no es más que una turbia tormenta de humo, explosión de fuegos artificiales y colorines lanzados al despiste con musiquillas de feria y alboroto. Ruido en realidad, frente a la quietud maravillosa del silencio y el fuego amoroso del valor de las palabras. El nombre exacto de las cosas, que reclamaba a la inteligencia Juan Ramón Jiménez.
El ruedo público siempre ha sido un lugar sobrecargado de ruido y banalidad, pero nunca como ahora. Vive España un griterío insoportable, infinita simulación. Que se callen de una vez. Tal vez sea mi incapacidad sobrevenida de un tiempo a esta parte para resistir tanto trampantojo de alborotadores, para vivir con esta bulla alrededor. Necesito escaparme al silencio una y otra vez. La palabra, ese bien maravilloso, se manosea y se utiliza para darle la vuelta a su valor y esconder, en sus preciosos pliegues, la mentira y la ocultación. La moneda falsa, dijo Ortega, circula sostenida por la moneda sana porque, al fin y al cabo, el engaño resulta ser un humilde parásito de la ingenuidad. Tal vez hoy el teatrillo nacional haya llevado este exceso público de simulación y falta de autenticidad a una de sus cumbres de las últimas décadas, tal es ahora mismo el nivel de impostación y estruendo al que estamos asistiendo en la política, en los medios y en todos los satélites sociales en torno a la galaxia de la cosa pública. La situación da vergüenza ajena.
El lenguaje, esencialmente diálogo, inteligencia y entendimiento, ya no es sin embargo más que un arma arrojadiza de propaganda y proselitismo de la que tenemos que procurar continuamente defendernos. No es ninguna novedad, siempre ha sido así, pero tal vez lo escandaloso del momento actual es su intensidad y capacidad de penetración, el uso tan constante y tan consciente que el poder y sus alrededores llevan a cabo con tan malas intenciones. Las de ocultar, engañar, enmarañar, poner turbias las aguas que, en su sentido original, deberían fluir limpias y transparentes. Es obvio y vergonzoso: se abusa de la argucia y se desprestigia el valor de la palabra, que pierde toda su potencia verdadera como vehículo de conocimiento: más bien al contrario, se utiliza para verter ocultación y oscuridad. Ya Ortega nos previno contra aquellos que sin respeto ni precauciones manosean la palabra, que es un “sacramento” y así debe seguir siendo. Cállense, por favor, y vamos a lo verdaderamente importante.