Sánchez, el príncipe de las tinieblas
No hay promesa pública que no haya roto, ni compromiso que haya cumplido. No hay palabra dada que no haya dejado escapar según la dirección el viento. Ni certeza o garantía sin deslizar irremediablemente por la pendiente de la mentira o el olvido. Este hombre no resiste la más mínima embestida de la hemeroteca. Todo en Pedro Sánchez es papel mojado, aunque paradójica y tristemente esa es la viga principal del edificio de cartón piedra que le mantiene en el poder y tal vez le haga sobrevivir mucho tiempo. Es su gran horizonte: estar, resistir, dar siempre una brazada más. Con lo que haga falta y sin miramientos. Desde la moción de censura contra Mariano Rajoy a esta parte, no hay en Sánchez un principio sólido ni un solo valor seguro, ni suelo firme sobre el que pisar, salvo su férrea e implacable voluntad de prolongar su cesarismo y su posición de privilegio el mayor tiempo posible. Esa es la única clave. La política es un mundo inestable y peligroso, vulnerable siempre a las turbulencias y los repentinos cambios de navegación, pero no recuerdo un político contemporáneo con tal fuerza de decisión en el ejercicio del poder y un ánimo de absolutismo tan descarado y falto de escrúpulos. El “como sea” de José Luis Rodríguez Zapatero es una horma antigua y escuálida para una ambición y un ego de la magnitud de Sánchez, un caso de estudio, el príncipe de las tinieblas. El yo como origen, sendero y destino de todo.
Genio de sí mismo, fascinante maquinador, sagaz a la vez que burdo estratega, Pedro Sánchez no es el zorrillo político que algunos incautos pronosticaban, sino un lobo voraz que va dejando víctimas políticas por el camino, la verdad la primera de ellas, el compromiso y la integridad la segunda y tercera, y se mueve de manera magistral en un mundo pantanoso en el que se considera el rey de la selva. Y lo es: el más listo, el más fuerte, el de más decisión. Un superviviente natural que lleva grabado a fuego en el corazón su decálogo fundamental de escalada y nada, ni nadie, podrá despistarle de este rumbo. Lo tiene claro, es obvio, y combatirá adaptándose a todas las tormentas y cambiando el color de la piel según lo requieran el terreno y las circunstancias. Una y otra vez.Sánchez es el gran resistente del ruedo nacional y ahora mismo no se percibe nada en el horizonte, ni a derechas, ni a izquierdas, ni en ningún sitio, que amenace su liderazgo y su trono. Cada día tiene su afán y el afán del día anterior no vale si estorba el paso del poder: ingeniero de un puzzle social que se recompone a cada momento con la idea central de que la cúpula nunca decaiga. Y en la cúspide él, un hombre solo.
Porque Sánchez todo lo puede. Al menos en su cabeza política. Ha laminado a sus principales rivales, tiene arrumbado al PSOE, ha conseguido dividir trágicamente a la derecha y se está merendando a una izquierda totalitaria, aunque dócil, inofensiva y yogurín que se conforma y es tremendamente feliz con la moqueta y el carguete oficial, el chaletito y el sueldo público a fin de mes. Ande yo caliente. Y se ha quitado hábilmente de encima la mosca trágica y cojonera del virus, que Sánchez ha colocado desdichadamente a las comunidades autónomas sin que se estén enterando de nada. La revolución era esto: gobernar por decreto, ningunear al Parlamento, chalanear a las autonomías, controlar a la Justicia y las instituciones públicas independientes, manejar a los medios, y cogerse vacaciones en medio de la peor pandemia de la historia dándola por vencida desde junio por decisión imperial y la gracia del césar, cuyo poder emana del pueblo. Pero por supuesto sin el pueblo.
Sánchez emerge entre las cenizas del mundo alrededor, el fuego feroz de la crisis, y en este contexto darle otra vuelta de tuerca a los impuestos, subir el sueldo a todo el Gobierno, por cierto el más nutrido de Europa, promocionar a los amiguitos o llenarse hasta las trancas de asesores por todos los despachos colindantes... todo eso no es más que un pequeño detalle para entretenimiento general. O sea, no es noticia: sencillamente una obviedad. Estrictamente natural.