El mundo nos parecía moderadamente feliz antes de ayer y, atrapados en este bucle de confinamientos y tristezas, vemos ahora aquella vida que se nos fue como un cielo añorado que, pese a sus achaques y dolores, nos procuraba nuestros momentos de alegría y cielos despejados. Esos días azules, la vida tal cual. Soñábamos nuestros sueños, mascullábamos nuestras nostalgias y conjurábamos todos nuestros miedos, con tiempo y ganas de querernos y abrazarnos, y esperar ese gran instante del día en el que la felicidad te lo daba todo y te hacía sentirte sin gravedad en mitad del universo. Esos momentos que, pese a la brutalidad y la incertidumbre del vivir, nos acurrucan sobre nosotros mismos y hacen de nuestro insignificante rinconcito el mejor lugar de la tierra. Caricias en el alma, cicatrices de sonrisa y gominola. Sensaciones de infinito que deseas atraparte en un regalo que la vida te hace cada día. Anhelada cotidianidad anterior a este año cero: era nuestra vida, con su caleidoscopio, su ternura, sus punzadas. Su rayito de sol y su tempestad.
Pero todo eso en este otoño es ya pura añoranza. Este noviembre tan extraño, robado como la robada primavera, nos ha metido en una noria de emociones, montaña rusa de ansiedades, que nos impide pensar y sentir con claridad y tener la vida, tenerlo todo, como aplazado, en suspenso, a la espera de un regreso que no sabemos ni cuándo ni cómo se producirá. ¡Cómo echamos de menos tantas cosas! Vamos temerosos y ausentes, buscando alguna brizna de luz en algún sitio. Deseamos volver a la gente, al bullicio, a los colores del campo y el ronroneo de la calle. Los cafés, el ruido. Los estruendos de la vida. Ahora todo es provisional y expectante, un raro paréntesis que nos llena el corazón de dudas e inquietudes. La vida como era se ha convertido ahora en nuestro sueño y hemos aparcado lo que antes nos parecía prioritario, o importante, o sencillamente aquello que nos iba llevando por el correr de los días con un hábito de pura normalidad y que ahora hemos perdido. Este nuevo tiempo, oscuro y pandémico, ha puesto en nuestras vidas, a bocajarro, un golpe de realidad que también nos deja un mensaje de inestabilidad y de suelo movedizo, la idea de que no hay tiempos definitivos y que la vida humana es un permanente construir. Caer y levantarse. Levantarse y seguir. Eterna alerta. Siempre al acecho, siempre en guardia, siempre luchando por no perder lo ya ganado y sobreponerse cada vez a las derrotas.
Nos estamos llevando una gran lección. De vivir y de morir y de mirarle la cara de frente al mundo y su brutalidad. Caminantes sobre un mar de nubes, insignificantes ante un todo descomunal. Una lección también de humildad y de eterno batallar por lo que más queremos y por todo aquello que hace grande la existencia humana. Sería bueno, creo yo, sacar además la conclusión de que este terremoto de la vida tal vez pueda desterrar la banalidad de nuestros corazones, el egoísmo y la pereza a los que habitualmente nos entregamos, y centrar nuestra atención y nuestras ganas de vivir en aquello que de verdad importa. Recuperar algunas perspectivas. Aquello que en el fondo es lo que realmente nos reconforta y nos puede hacer un poco más alegres y mejores. Pero comprendo que este anhelo tal vez no sea más que pura ingenuidad de un incauto que camina un poco ciego por la vida y no sabe lo que dice.
Hay que ver: toda la vida buscando parar el tiempo y ahora sólo queremos que corra.